«Algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia.»
Oswaldo Reynoso
Durante la etapa escolar, precisamente en las aulas de la primaria, entre todas las niñas, había una que se llamaba Alejandra. Era linda, pero no solo linda, sino que era noble e inteligente. Ocupaba los primeros puestos, pero pese a ello siempre nos ayudaba a nosotros, los que éramos menos buenos para las matemáticas. Cuando todos salíamos al recreo, ella iluminaba todo el patio. Los niños la miraban, la querían tiernamente. A medida que pasaban los recreos, los intercambios de lonchera y las clases, me fui enamorando perdidamente. Sin embargo, siempre la veía como una posibilidad utópica. Era la niña más linda del salón, era casi imposible que se fijara en un niño como yo: un gordito de baja estatura, jocoso, burlón, distraído. Cada clase mi amor se hacía más evidente entre los que me rodeaban. El forro de mi carpeta estaba cruelmente garabateado con su nombre. Luego lo borraba con corrector para nadie lo viera. Ella se sentaba pegada a la ventana y yo la miraba durante toda la clase imaginando un futuro a su lado. Por supuesto que, si antes no entendía la geometría, ahora, aún peor.
Había perdido la noción del tiempo, un primer síntoma para convencerme de que Alejandra se había convertido en mi primer amor. Era muy chico, pero podría jurar que el corazón se me salía del pecho cuando la miraba y que cambiaría las loncheras de toda la primaria por sentarme a su costado en los paseos escolares. En medio de esa inocencia que preservamos en la infancia, se me ocurrió escribirle una canción. Una muestra que pudiera hacerle saber que me gustaba, que era única para mí. Me pasé días encerrado en mi cuarto escribiéndola con singular sigilo. La practicaba en la ducha, la tarareaba caminando por el pasillo.
Era un día agitado. Las clases habían culminado y yo me quedaba en el patio esperando a que la movilidad escolar pasara por mí para llevarme a mi casa. Por alguna razón a ella todavía no la recogían sus padres. Me acerqué para pedirle que me acompañara a sentarnos. Recuerdo perfectamente esa sensación de excelsa vulnerabilidad. Nos sentamos en las bancas rojas, saqué de mi pequeño bolsillo un papel arrugado con una letra ilegible y empecé a cantarle la canción. Ella me miraba asombrada, sus ojos se agrandaban mientras continuaba cantando desafinado. Yo sostenía el papel, temblando, colmado de incertidumbre, pánico. Amarraba mis manos a la hoja como si fuera lo último que hubiera en la tierra.
Al terminar la canción, le entregué la hoja arrugada y se fue corriendo. Sí, la chica de mis sueños había huido. Me sentí desierto, con el corazón desencajado, fuera de su lugar. No supe por qué se había marchado. Cientos de cosas pasaban por mi mente. Mi inseguridad hacía que confirmara mi hipótesis, que nunca se fijaría en un niño como yo. Presumí que ese había sido mi primer rechazo, como si la vida empezara a prepararme de algún modo. Lo que quedaba de primaria mantuvimos intacta nuestra cálida amistad hasta el día en que cruzó la puerta de salida y nunca más la vimos. No dejaba de pensar en ese episodio. Me preguntaba si todavía conservaba la canción o si la había perdido entre sus papeles. Nunca hubo una niña como ella en el colegio. Tras su ida, la escuela era cada vez más aburrida, los profesores más estrictos, la vida menos interesante.
Han pasado los años y nos hemos reencontrado en la misma universidad. Hemos conversado largo y tendido sobre nuestras vidas. No me contuve y le pregunté sin rodeos por qué se fue aquella vez. Me ha confesado que corrió porque no sabía cómo responder, pero que en el fondo también le gustaba. Pienso que al Diego de 5to de primaria le hubiese gustado escuchar eso, pero no fue así. Tal vez era necesario ese desapego emocional. Sus papás no la dejaban tener enamorado a tan corta edad y estaba próxima a cambiarse de colegio. Me dijo que fue uno de los detalles más bonitos que alguien le había podido hacer y que todo este tiempo había pensando en la canción, en mí, en las clases, que su amor también crecía a solas.
Alejandra estudia música. Pienso que tal vez esa canción fue un primer paso para que ella dedicara su vida a la música o que quizá escribirle esa canción fue mi primer paso para abrirme a la literatura. No lo sé. Ahora que canta y es una admirable artista, me ha pedido que le ayude con la letra de una canción y mientras la corregía no podía dejar de pensar en aquella primaria, en ese primer contacto con el amor, en esa desgarradura inicial.
Me sentí agradecido que pudiera ir a la presentación de mi primer libro en enero. Lucía exactamente igual a como la había dejado. Su vestido amarillo, su sonrisa intacta, caminaba con la misma delicadeza, como si estuviera levitando. Esta vez escuchaba los poemas que le escribí a otra chica. Me gusta pensar que fue ella mi primer amor y no otra. Después de todo es una gran persona y una amiga en la que siento, siempre podré confiar.
DIEGO ALONSO SAMALVIDES HEYSEN
Diego Alonso Samalvides Heysen (Lima, 01 de marzo del 2000). Periodista en formación. Autor del libro “Cuerpo de amor” bajo el sello de la editorial Summa (2020). Sus poemas han sido publicados en revistas literarias nacionales e internacionales. Obtuvo el 4to lugar en el 5to Concurso de Poesía Nacional Antenor Samaniego (2019). Ha sido considerado en la antología de poesía nacional “Yo construyo mi país con palabras” en honor al poeta Washington Delgado, editado por el Instituto Cultural Iberoamericano (España).