Kwango, de dos años, se aferra a su madre adoptiva, S’Arrive, que lo acuna protectora en sus brazos. Es una imagen muy tierna que se da entre toda madre e hijo, pero mientras que S’Arrive es humana, Kwango es un bonobo, nuestro pariente más cercano de entre los grandes simios, con el que compartimos el 99 por ciento del ADN. La verdadera madre de Kwango fue sacrificada, como muchos otros bonobos en la República Democrática del Congo destinados al comercio clandestino de carne, explica la investigadora Suzy Kwetuenda. Después, Kwango fue vendido como mascota.
«Cuando encuentras un bebé como este, significa que la madre y todo el grupo han muerto», cuenta a dpa señalando al pequeño peludo y de ojos grandes. «Son como un niño víctima de la guerra, traumatizado». Pero Kwango es uno de los afortunados. Fue rescatado y ahora vive en Lola Ya Bonobo, a las afueras de Kinsasa, el único santuario de bonobos del mundo en el que se rehabilitan huérfanos en 75 hectáreas de denso bosque con el objetivo de volver a liberarlos. Los bonobos son una especie en peligro de extinción que solo se encuentra en el Congo y aunque es difícil determinar con exactitud su número, se estima que quedan entre 10.000 y 20.000 en libertad, donde se enfrentan a dos grandes amenazas: ser cazados por humanos por su carne y la deforestación de su hábitat natural.
S’Arrive tiene tres hijos en la capital del Congo, Kinsasa, y cuatro «bebés bonobos adoptivos» en el santuario. Dice que está profundamente unida a ellos, a los que baña, alimenta y con los que juega diariamente. «Siento que son mi segunda familia», cuenta. Una vez que los huérfanos sean lo suficientemente mayores, dejarán a su madre adoptiva para introducirse en familias de bonobos más grandes y, si es posible, ser liberados. «Confían en la madre humana como su madre natural. Incluso si entran en un gran grupo, recuerdan a su madre humana», dice el veterinario Paulin Mungongo.
Como para probar lo que acaba de decir Mungongo, un joven macho llamado Lomako se pone celoso por ver a un visitante hablando con su cuidadora y lanza una pieza de fruta al sorprendido intruso. Los bonobos, que miden 1,2 metros de alto cuando son adultos y tienen largos brazos y las orejas más pequeñas que las de los chimpancés, son objeto de interés para los investigadores por la inusual naturaleza de su sociedad, que es matriarcal y pacífica. También son uno de los pocos animales, incluidos los humanos, que practican sexo por placer y no solo para procrear. Y no tienen preferencias en cuanto al sexo de sus parejas. «Hacen el amor, no la guerra», dice la investigadora Kwetuenda y destaca que usan el sexo para resolver problemas entre ellos. Los Bonobos, al contrario que los chimpancés, no son agresivos y son prácticamente herbívoros.
«Los machos y las hembras tienen sexo -incluso homosexual- para lidiar con los problemas. Es como un lenguaje para lidiar con los problemas», explica. A menudo se denomina eufemísticamente este método de negociación como «apretón de manos bonobo». Los simios también están muy apegados a sus madres, que los dan de mamar durante más de cuatro años, y como los humanos, pueden sufrir depresión y estrés, y se niegan a comer si no están felices. Así que es una buena señal que la mayoría de los 60 bonobos que hay en el santuario parezca tener un apetito voraz cuando uno de los trabajadores se acerca en una pequeña barca de madera por un lago para darles su almuerzo de papaya fresca.
Una gran familia de simios llega corriendo, algunos a cuatro patas y otros a dos, saliendo de entre el follaje tropical, donde tienen sus nidos, para recibir el jugoso premio. Aunque no nadan, algunos se adentran valientemente en las aguas poco profundas para llegar hasta la fruta y después flotan relajadamente mientras mastican la papaya. «Normalmente rescatamos a huérfanos del mercado o de gente que los tiene de mascota. La gente se los come incluso aunque es ilegal», dice Kwetuenda. «Tenemos la norma de que nos den los huérfanos de forma gratuita, porque no les pagaremos», si no, seguirían cazando.
«No es que los congoleses busquen un afrodisíaco ni nada de eso», advierte. «Es porque tienen hambre y comen cualquier carne que encuentran. Aunque en el pasado la gente creía que era la carne de los reyes». Las personas cazan a los animales con armas y trampas y los bebés son vendidos como mascotas a la élite de la capital por hasta 200 dólares, una gran cantidad en este país rico en recursos pero azotado por la pobreza. El santuario también trata de enseñar a la población los peligros de comer carne de bonobo: VIH, ébola y monkeypox, todas estas son enfermedades que se cree que han dado el salto al hombre a través de estas prácticas. La ley congolesa contempla multas o hasta cuatro años de cárcel por cazar bonobos. La gente no se come a los bebés, dice Kwetuenda, pero tampoco los quiere como mascotas una vez que crecen, y los bonobos pueden llegar a vivir hasta 60 años.
Pierrot Mbonzo, director del santuario -que fue creado en 1994 por la belga Claudine Andre y funciona con donaciones-, comenta que trabajan con las comunidades locales para darles incentivos económicos para proteger a los animales en lugar de cazarlos. «Si la gente es pobre y le dices que no puede cazar, tienes que ofrecerle una solución y decirle qué perderá si caza», añade. El director cuenta que el santuario compra productos de agricultores locales para alimentar a los bonobos. Mbonzo también espera que los animales atraigan a turistas al Congo, aunque es consciente de que los años de conflicto violento y las numerosas milicias hacen que el país no sea de las primeras opciones para los visitantes internacionales. Puede que algún día, gracias al trabajo de grupos como Lola Ya Bonobo, estos escasos animales sean tan apreciados como los valiosos diamantes del país y sean protegidos.
* Periodista congolés