Desde tempranas horas, Walter Zuazo se da el encuentro con sus discípulos en el parque María Reiche de Miraflores. Dispuesto a que conozcamos más de lo que profesa, nos cuenta cómo fue su travesía en su encaminada formación como monje.

Fotografía: Andrea Saravia

En medio de la singular naturaleza limeña, un grupo de personas recorren a paso firme el camino espiritual de la vida. Su guía, un hombre de erguida figura con un traje de corte oriental, los lleva por aquel sendero cargado de principios que amerita su cultura.

Fotografía: Andrea Saravia

Walter Zuazo Reyes creció entre las populosas calles de La Victoria. Caso contrario al de sus padres, quienes nacieron en Ica y Nazca. Sus inicios en el deporte se debieron a su familia materna. Sus tíos practicaban boxeo y karate mientras que su madre era entrenadora de vóley. Ella formó un equipo con el que logró campeonar más de una vez en la liga de dicho distrito.

A los siete años, tuvo un gran interés por las películas de Jimmy Wang Yu. Largometrajes donde la fantasía y la figura de un héroe lograron impregnar en su memoria. Junto a sus amigos del barrio se enfrentaron contra otro vecindario en un partido de fútbol. Las circunstancias no los favorecieron y recibieron algunas patadas. Al ver a todos derrotados, recordó los movimientos de David Carradine y Bruce Lee, quienes lo inspiraron de pequeño. Un hecho que marcó su inicio en la práctica de las artes marciales.

Fotografía: Andrea Saravia

Los 70 fueron épocas conservadoras. Su niñez la vivió como cualquier otro niño de ese entonces. Durante su adolescencia, practicó el Kung Fu chino y el karate. Ingresó a un templo en Perú caracterizado por su formación espiritual. En ese trayecto fue partícipe de varias competencias, donde conoció diversas culturas. Tiempo después, fue merecedor de un récord ganando todas sus categorías. Entró al salón de la fama de The Word Karate Unión Federation of Material Artists en Morristown Pensilvania, donde recibió un cinturón de gran campeón.

La vida le demostró que nunca es tarde para aprender. A los 39 años tuvo su primer encuentro con la cultura Shaolin, aquella que solo conocía por el mundo cinematográfico. No era ajeno al Kung Fu. Se había formado con varios maestros en Perú y en los 80 fue a ejercerlo en Venezuela. Entre idas y venidas, en el 96, encontró un templo Shaolin en Nueva York en el que vivió y respiró de cerca la cultura que prometería seguir expandiendo.

Fotografía: Andrea Saravia

Su estancia fue enriquecedora. Tras estudiar una década al interior del templo, nunca se imaginó que fuera convocado para ser monje. En el 2010, lo llaman para una reunión que concentraba a puros maestros chinos. El idioma no le favorecía y temía lo peor. Sin embargo, el destino le tenía preparado portar dicho traje. Su maestro, el monje budista Abbat Shi Guo Lin, le dio la ordenación como 35º generación de la tradición Shaolin, siendo bautizado con el nombre de Shi Heng Yi. Era consciente de que los votos lo obligarían a renunciar a la vida cotidiana. No podía tener una pareja ni matar a un ser viviente. Además, tenía que ser vegetariano y regir su día a día bajo el principio del budismo, principios que no le fueron difícil de aceptar. Lo más duro que uno puede dejar ya lo había vivido. Tuvo dos hijos, con quienes directa e indirectamente continúa compartiendo este viaje.

Fotografía: Andrea Saravia

Tras más de diez años lejos de su país natal, regresó con la misión de expandir la cultura Shaolin. Fue director técnico de la Federación Deportiva Peruana de Kung Fu por tres años. También, trabajó en el Colegio Peruano Chino Juan XXIII como maestro de danza de león.

Su ejército fue creciendo tanto en el interior como en el exterior. Actualmente, es maestro de más de veinte personas, todos ellos dispersos en la capital y en diferentes ciudades. Asimismo, cuenta con discípulos en nueve países de Latinoamérica.

Fotografía: Andrea Saravia

Su mayor sueño es abrir un templo Shaolin en la tierra que lo vio nacer. Con mucha esperanza se encuentra a la espera de que un buen samaritano le ofrezca esa ayuda económica para continuar con su legado. “Hacer más para merecer” es lo que predica. Se encuentra en la mitad del océano y no puede retroceder. Tiene proyectado regresar junto a sus discípulos al templo que se encuentra en China y aquel que construyó en una montaña de Venezuela.

Su camino a la espiritualidad está en constante renovación. La cultura Shaolin lo ha llenado de muchos vacíos. No descarta que más adelante le toque abrir centros budistas para enseñar meditación, pero por el momento prioriza seguir difundiendo dicha cultura. A las futuras generaciones les aconseja que trabajen en ser la mejor versión de sí mismos. Resalta la importancia del buen accionar humano. Bajo la mirada de sus discípulos y la suave brisa del viento, nos afirma que la comprensión es infinita, nada es eterno y lo más bonito es estar en paz con uno mismo.

Escribe: Valeria Ortega (@valuzort)

Fotografía: Andrea Saravia (@andre.milene)