La extraordinaria docuserie “Las películas que nos formaron”, transmitida por Netflix,
reproduce anécdotas interesantes sobre cómo se fraguaron esos filmes considerados
inolvidables, no porque honren al sétimo arte, sino por su alcance popular, lúdico, creativo y la
virtud de entretenernos en toda circunstancia o lugar.

Una de esas anécdotas es sobre la cinta “Volver al futuro” para la cual Frank Price, mandamás
de Universal Studios, nombró supervisor a Sid Sheinberg. Este ejecutivo logró imponerle a
Robert Zemicks (director), Bob Gale (guionista) y Steven Spielberg (productor) una serie de
recomendaciones: que el personaje Emmett Brown no sea llamado “profesor”, sino “doc”; que
su mascota no sea un chimpancé, sino un perro; que la mamá de Marty McFly se llame
Lorraine (nombre de su esposa); y otros caprichos más.

Por no juzgarlas trascendentes, Zemicks, Gale y Spielberg aceptaron las sugerencias. Sin
embargo, el vaso de la tolerancia estuvo a punto de rebalsarse cuando Sheinberg pidió, a
través de un memorándum, que la película no se llame “Volver al futuro”, sino “El astronauta
de Plutón”, aludiendo a un torpe final que había imaginado para la misma en el cual se
involucraba a dicho planeta.

Spielberg, quien conocía muy bien a Sheinberg, solicitó permiso a sus colegas para encargarse
del asunto. Simplemente optó por dirigirle una breve nota en la que decía: “Querido Sid,
gracias por tu gracioso memorándum, nos hizo reír mucho. Sigue así. Steve”
. Por supuesto,
Sheinberg archivó su propuesta y dejó trabajar a los expertos sin entrometerse más.

Pienso que los políticos, en especial los gobernantes, cuando nos sugieren disparates o
alternativas inviables, merecen respuestas como la del célebre director de “La lista de
Schindler”. Que no solo conozcan la carcajada que nos producen —algo poco dable, pues
hablamos de decisiones públicas—, sino que elijan corregirse o callarse. No caben otras
alternativas.

En lo que va de la administración del presidente Pedro Castillo, observamos enormes bandazos
políticos donde todavía resulta imposible precisar si apuesta por la sensatez o la estupidez. Voy
a referirme a temas específicos y no a los vaivenes generales de un gobierno francamente
improvisado.

Un Pedro Francke súbitamente transformado en artífice del equilibrio fiscal y monetario,
creyente del rol de la inversión privada y enemigo del sistema de control de precios, de verdad
constituye un Panadol para la gripe izquierdista trasnochada que venía amenazando al país.
Juega con una nueva baraja y muestra las cartas. No está dispuesto a volver a la guitarra zurda
cuando toca el cajón semi liberal de la apertura económica ¿Durará en ese camino? ¿Sabe que
no puede forzar en reverso las agujas de una economía basada en libre intercambio de bienes
y servicios? Hasta ahora, representa el núcleo sensato gubernamental.

Lo mismo podemos decir del canciller Oscar Maurtua, cuya longeva identidad con los intereses
permanentes del Perú en materia de política exterior no puede —ni debe— ser superada por
agendas extrañas e interesadas en volcarnos a esa órbita nefasta del Grupo del Alba y el
socialismo del siglo XXI. Maurtua soporta desafíos de una mafia entregada al proyecto chavista
y lo hace con tino, ponderación. El tema no pasa por hacerle mohines al régimen sátrapa de Nicolás Maduro (durante años, hicimos lo mismo con el dictador Fidel Castro de Cuba), sino
ayudar con efectivad al restablecimiento democrático de Venezuela.

Como Spielberg con Sheinberg, logremos que el profesor Castillo sienta el peso del ridículo
cuando abrace un desatino. Que en su fuero interno se pregunte: “¿quiero ser sensato o
estúpido?”
Ojalá su propia respuesta lo califique positivamente.

Escribe: César Campos R.