Desde que tengo uso de razón, mi mamá intentó llevarme a su iglesia. Es una fiel seguidora de los caminos de Cristo (así lo diría). Mujer conocida por su buen desempeño como cristiana, en todo sentido. 

Antes de la pandemia, yo tenía tres fechas importantes para acudir a la iglesia con ella y quedarme hasta el final de las dos horas de culto, solo por amor. La primera, día de la madre; la segunda, Navidad; la tercera, si su cumpleaños caía domingo (agárrense, ja, ja, ja), se iba a la iglesia de todas maneras.

Mi mamá es de esas personas de alma noble, una mujer que ama a Dios, pero también a su prójimo. No exagero, de verdad es así. Recuerdo que íbamos interdiario al ayuno de oración. No sé cuántas horas duraba, pero parecía nunca acabar. Nos levantaba a las 4:30 a.m., nos llevaba a arrodillarnos y a pedir por todos, con nombre y apellido. Si por alguna razón, mi hermana (dos años mayor) o yo pestañábamos, comenzábamos de nuevo; es decir, eran casi cuatro horas más para seguir orando. 

De pronto se oía una voz: «Chicos, vámonos». Salíamos al antiguo atrio y subíamos a la oficina pastoral. Allí estaban ellos: la cream de la cream, la gentita que dirige todo. Saludaba, cuchicheaba con alguna secretaria. Ella era la encargada de las anfitrionas, quienes se aseguraban de que las personas nuevas que llegaran a la iglesia se sintieran como en casa. 

Mi mami lo hacía perfecto, lo hace genial. A todo esto se le tiene que sumar el desarrollo de la vida social cristiana: ir para tomar cursos, juntarte con tu célula (grupo de cinco personas), reuniones sabatinas. Todo eso y más. Estaba metida ahí, y en lo que se inventase para ir a la iglesia. Desde el primer turno hasta el último. Créanme, lo hacía. 

Aunque es muy inteligente, ya no podía controlarme tanto. Obvio, resultaba imposible. Era una bala, olvídense. Comenzó a negociar mis salidas. Era imposible que no vaya a quinos, fiestas o chicotecas. Pero, si iba a algún lugar, luego tenía que ir a mi reu sabatina de adolescentes. Sí, señores. Todas estas acciones con ella, sin dormirme, bien bañado y cambiado. Sumen que mis hermanas, sus niñas, todas, eran y son cristianas.También hay pastores en mi familia. El único que no profesa la religión soy yo. 

Pero, hagamos un alto. Me mato de la risa, es anecdótico. Ahora han pasado los años, vivo solo y también me ha pasado de todo. Lo vivido con mi madre ha hecho que en estos tiempos yo sea una mejor persona, como ella siempre me enseñó a ser, como deberíamos ser. No es fácil serlo, pero, cuando lo logras, se cortan demasiadas brechas. Acá estoy ahora, contándoles esto. Ya ven, no fue en vano. Feliz día a la mejor mami. Te amo, Maritza.

Escribe: Oscar Chang

Columna publicada en la edición Cocktail °40