Una mañana en el mercado un pescador atraía al público con un llamado. “Miren ustedes, presten atención,” gritaba. En su mesa habían varias tajadas de pescado crudo que él mismo había cortado. Apuradamente las llevó a su boca y se las tragó. “Si realmente hay cólera, yo mañana me voy a morir. Ya saben. Los pescados que yo vendo son frescos y sanos. Nadie se va a enfermar si los come. El cólera no existe. Cómprenmelos pues.” Aquel acto audaz provenía de la desesperación. Era el verano de 1991 y la epidemia de cólera tenía en vilo a la nación. Centenares de casos diarios habían obligado al público a excluir el pescado y los mariscos de su dieta. Los pescadores y los comerciantes debían ingeniárselas para sobrevivir.

El Vibrio Cholerae es el agente que ocasiona el cólera, una enfermedad infecciosa que fácilmente puede degenerar en epidemia. La bacteria provoca vómitos, dolores abdominales y diarrea. El violento proceso de deshidratación es rápido y fatal. Sin un tratamiento o rápida rehidratación, la circulación puede detenerse en un par de horas. Casi sin notarlo, el paciente pierde peso, se debilita, colapsa y pierde la vida. El cólera es curable. Pero hay un factor que lo puede volver fatal: la pobreza. En 1981, por ejemplo, el cólera llegó a Texas, Estados Unidos. Una vez registrados los 16 primeros casos, la epidemia se logró contrarrestar. La higiene, rápidas medidas preventivas, y un accesible servicio médico fueron vitales.

Sin embargo, el cólera llegó al Perú durante una crisis. En enero de 1991, el Perú intentaba recuperarse del desastroso legado del gobierno aprista. Poco después de asumir la presidencia, Fujimori aplicó el famoso paquetazo o shock económico. Bajo el dictum “Que Dios nos ayude” del ministro de economía Hurtado Miller, el pueblo fue víctima del hambre y la miseria. En 1990, de los 22 millones de peruanos, 13 millones vivían en la extrema pobreza. Otros estudios indicaban que sólo el 55% de los peruanos tenían agua potable, y menos del 40% tenían sistemas de desagüe. Bajo ese nivel socioeconómico tan bajo, el cólera ocasionó un desastre.

A fines de Enero, los primeros casos de Cólera aparecen en Chimbote. Curiosamente, estos enfermos declararon “haber comido pescado” antes de enfermarse. Es allí donde el mito del pescado como agente contaminante se inicia. El miedo y la ignorancia hicieron que el mito se expanda. En realidad el cólera se transmitía de varias maneras: beber agua contaminada, comer una receta cruda (ensaladas) preparada insalubremente, no lavarse las manos, comer en puestos ambulantes carentes de higiene, etc. El 7 de febrero, el ministro de Salud Vidal anuncia que la gente debería evitar comer “pescado y mariscos” y que “no acudieran a la playa.” Semejantes declaraciones parecían improvisadas viniendo de un ministro. Pero la paranoia ya había comenzado. El 8 de Febrero, trabajadores municipales confiscaron las fuentes de comida de miles de ambulantes en Lima.

A su vez, las autoridades Chimbotanas incineraron dos toneladas y media de pescado. Sus pescadores y comerciantes fueron obligados a deshacerse de más de 190 toneladas de pescado. En ese mes, muchos de ellos pasaron hambre. Poco después el Director de la Organización Panamericana de Salud, Carley Guerra, anunció la forma más lógica de prevención: no consumir alimentos crudos y beber agua que haya sido previamente hervida. Y sin embargo, los mitos prevalecieron. Algunas cebicherías cerraron, y otros restaurantes excluyeron el pescado de su menú. Las playas se mantuvieron desiertas. Era conmovedor ver a los comerciantes y pescadores tratando de sobrevivir. Además de comer pescado crudo públicamente, otros regalaban potajes de pescado a clientes potenciales. De esta forma demostraban que sus pescados eran “sanos.”

Para eliminar el miedo y la desinformación, muchos ministros hicieron actos simbólicos. Se reunían para degustar platos de pescado frito o hervido para demostrar que lo importante era la higiene y la cocción de alimentos. El mismo Fujimori también se comió un cebiche, asegurando que el problema no era el pescado sino la higiene. Sin embargo, debido a la pobreza, casi la mitad de peruanos no podían practicarla. En cuestión de semanas la epidemia se había esparcido en todo el país. Y mientras el gobierno prescribía la higiene, el ministerio de Salud siguió satanizando el pescado. Esto confundió más al público, el cual experimentó una extrema ansiedad por varios meses.

Los hospitales se llenaron y muchos pacientes fueron acomodados en el suelo. Algunas escuelas e iglesias fueron convertidas en hospitales provisionales. El caos, la falta de atención médica y la pobreza agravó el escenario. Fueron épocas duras. Además de aguantar hambre y pobreza, y el terrorismo de Sendero y del Estado, el Cólera causó mucha agonía a los peruanos mas humildes. Pero el Perú, como siempre, soportó. A fines de Marzo de 1991, el número de casos disminuyó, y la epidemia gradualmente desapareció. Al final, el cólera infectó a 322,562 pacientes, de los cuales 2909 perdieron la vida.