Corría el año de la segunda barbarie: el invencible coronavirus. Mi vida era agitada, aun encerrado en cuatro paredes. Llegué a tener seis empleos a media jornada, cautivado por el paradigma vargasllosiano, quien durante su juventud tuvo hasta siete empleos para forjar su carrera literaria. Yo no era Vargas Llosa, pero sabía en el fondo que necesitaba el dinero para continuar con mis proyectos. Quería ser escritor, pero me atrapó el periodismo: una pasión sin horarios que realizaba en paralelo a mi vocación inicial. No tenía tiempo para nada ni nadie.
Mi círculo social se empezó a cerrar cada vez más. Me aislé por voluntad propia o instinto de supervivencia ante un ritmo de vida asfixiante, pero a la vez placentero. Empecé a valorar amistades que me nutrían de nuevos conocimientos o admiraba a hurtadillas. Durante ese año, que había sido catastrófico, apareció, en medio del caos y el desvarío, Alessandra. La conocí a través del oficio que hasta entonces se había convertido en mi pan de cada día: el periodismo. Me sedujo su capacidad de abstracción informativa, análisis crítico, inteligencia y sagacidad inquietante en las entrevistas.
La admiraba en silencio. Todas las mañanas, en el grupo del diario, tenía iniciativas, propuestas originales. Nos convertimos en grandes colegas y acostumbramos a conversar por teléfono todas las noches. Podíamos hablar de política, historia, religión, literatura, arte y demás temas que nos intrigaban. Nos vimos pocas veces debajo del claustro hostil de las mascarillas, pero esas horas fueron suficientes para elegirla a ciegas, para saber que no habría otra. Exploramos destinos, retornamos al pasado, pero también nos sentamos a reconstruir una historia que había iniciado antes de conocernos.
En el fondo, nos buscábamos. No era casualidad que anduviéramos de la mano sin decir una palabra. Estaba sobreentendido que contemplaríamos un mismo horizonte y que un mismo sol nos quemaría los huesos. Forjamos una relación donde nunca hubo espacio para el aburrimiento. Todo siempre fue natural, espontáneo. Las mujeres que había conocido eran superficiales o habitaban lejos de sus pasiones. Otras, en cambio, divagaban por el mundo sin un rumbo definido.
Nunca pude querer a alguien que no admirara. Siempre me autodenominé como un fervoroso creyente de esta vieja premisa que alguna vez aprendí de Marco Aurelio Denegri: «El amor es, ante todo, admiración por el otro». Uno no es capaz de amar a alguien que no admira, que no le produce sensaciones o el deseo de salir adelante. Fuimos artífices y cómplices de nuestras pequeñas victorias y más osados fracasos. Aprendimos a brindar por la dicha de habernos conocido y que el destino haya dejado de esquivarnos.
Pero siempre tuvimos los pies sobre la tierra. Sabíamos que el amor implicaba sacrificio y constancia. Nos fuimos descubriendo en nuestras distintas facetas y nos sentimos cómodos de ser nosotros mismos. Sucumbimos ante la tentativa del amor sin despegarnos del suelo. Nos quisimos una temporada larga que duró otras cien temporadas. Permanecimos juntos en el edén dibujado, exiliados, al otro lado del cielo.
Escribe: Diego Samalvides @diegosamalvidesheysen