“Una conversación es un diálogo, no un monólogo. Por eso hay tan pocas buenas conversaciones: debido a la escasez de personas inteligentes.”
Truman Capote
Es un pecado mortal, independientemente del credo, negar lo evidente. Me considero un amante del buen decir, de los hombres que poseen la capacidad de hilvanar discursos que nos sumergen a pequeños submundos del que naturalmente estamos desacostumbrados. Pero no solo debo admitir que gozo de ello, sino también de los hombres que pueden escribir textos memorables. Puedo pasar horas leyendo sin caer en el hastío y esta es una de mis mayores deficiencias. Sí, es una deficiencia porque después de leer uno descubre que la realidad es abrumante, perturbadora. Sin la lectura uno se conformaría con lo que le es dado.
Cuando la vida me permite tener un descanso a las jornadas estudiantiles y quehaceres literarios en mi agenda, coloco en el buscador del ordenador: César Hildebrandht. Empiezo a ver una a una sus entrevistas y las entrevistas que le realizan a él. Marco las que ya he visto y dejo en pendientes las que no. Las pauso, medito un poco, las tomo como paliativos, busco una lectura para complementarlas, nuevos horizontes se abren desde mi pantalla. Luego, leo sus columnas de opinión. César posee una pluma prodigiosa que no es sinónimo de casualidad, sino el producto de años forjando un espíritu inquebrantable de asidua lectura. Ahora que me detengo de ver la presentación de su libro “Cambio de palabras” en YouTube, no puedo dejar de pensar en la primera vez que vi a César Hildebrandt.
Era verano. Estaba en la casa de playa de mi prima junto a un grupo de sus amigos caminando hacia la arena. De pronto, al exterior de un departamento había un ser minúsculo sentado con una lata de cerveza mientras conversaba con alguien que parecía explicarle algo importante. Allí estaba el hombre que había sobrevivido a los días más ajetreados de la prensa. El mismo que defendió su oficio a capa y espada de los impostores. Querido y odiado por gran parte del país. El que había entrevistado a una cantidad superlativa de intelectuales. El erudito incomprendido.
César estaba sentado con el cuerpo encorvado. Rápidamente se percató que empezaba a observarlo. Era de noche y no se podía ver con claridad. Mis ojos se agrandaban considerablemente para poder distinguir su enigmática figura. Él empezó a mirarme de una forma intuitiva. Los dos nos mirábamos o tal vez solo yo lo miraba. La juventud tiene algo que la adultez devora: coraje. En aquel entonces, yo, un joven totalmente desconocido para el mundo del periodismo y la literatura, un perfecto don nadie en comparación al grado de madurez cultural que habitaba a César, tenía la intención de obsequiarle un libro.
La peor parte es que no era un libro cualquiera, sino mi primera publicación, aún siendo consciente que lo despedazaría sin piedad. Que sería probable que lo desechara al leer el epígrafe y lo recibiera por total compromiso como ha de recibir decenas de libros. Sin embargo, no lo llevaba conmigo. Además, luego de ese momento que nos ofrece la juventud, pensé que acercarme significaría evadir su espacio personal, su privacidad, que se podía sentir incómodo. Decidí seguir caminando en silencio. De a ratos volteaba ligeramente y él continuaba mirándome con unos ojos penetrantes, los mismos ojos con los que había develado a sus entrevistados, acuciosamente.
Desde luego, el intercambiar miradas hondas de hallazgo y desconcierto, aún a oscuras, él habría pensado que se trataría de algún viejo amigo que no podía reconocer. Tal vez eso éramos: viejos amigos que no se reconocían. Me permito esta licencia por la relación que había guardado todos estos meses de estudiante empedernido explorando la conglomeración de ideas que giraban entorno a César. Me alejé hasta perderle el rastro. De retorno al departamento las sillas continuaban al exterior, pero él ya no se encontraba allí. Era tarde y probablemente había entrado a descansar. Aquella noche no podía dejar de pensar que había visto a César Hildebrandt.
Más allá de la admiración propia de un estudiante, había podido contemplarlo en el breve, pero sagaz ejercicio de sus facultades; pues estaba inmerso en un diálogo, una especie de entrevista inadvertida. Pienso que conversar con César no podría ser convencional, sino que cada oración tendría un valor altamente confesional. Tal vez lo vuelva a ver en alguna otra ocasión y esta vez podamos intercambiar algunas palabras. No lo sé. Ahora estoy en mi habitación a solas en medio de una pandemia. César debiera estar leyendo un libro sin pensar que un joven, como lo fue él alguna vez, escribe sobre la primera vez que lo vio cuando él intentaba reconocer a un viejo amigo. Afuera se pasean las dos de la mañana, como debiera advertir Calvo en el poema “Dan las campanadas tu recuerdo en punto”. Debo descansar o seguir pensando en César o el periodismo o revisar una última entrevista o terminar de escribir esta columna que nace instintivamente. Después de todo no soy como José Watanabe. Yo no vivo de noche y duermo de día.
DIEGO ALONSO SAMALVIDES HEYSEN
Diego Alonso Samalvides Heysen (Lima, 01 de marzo del 2000). Periodista en formación. Autor del libro “Cuerpo de amor” bajo el sello de la editorial Summa (2020). Sus poemas han sido publicados en revistas literarias nacionales e internacionales. Obtuvo el 4to lugar en el 5to Concurso de Poesía Nacional Antenor Samaniego (2019). Ha sido considerado en la antología de poesía nacional “Yo construyo mi país con palabras” en honor al poeta Washington Delgado, editado por el Instituto Cultural Iberoamericano (España).