En medio de la vorágine política y sin un partido que esté a la altura de las circunstancias, recuerdo el día o, mejor dicho, la tarde de abril, en que la vida me permitió, a una edad relativamente corta, conocer en persona al ser humano que había hecho de la palabra su arma de batalla, su caballo de troya. Era pequeño, minúsculo. Despertaba temprano, amarraba mis pasadores y desayunaba ligero. Todas las elecciones acompañaba a mis padres a sufragar. Papá votaba en el mismo colegio que el expresidente Alan García. Fue allí donde lo vi por primera vez. Era un hombre imponente, voluminoso. Su presencia acaparaba no solo la mirada de la prensa; sino de las personas que transitaban sin urgencia, de los heladeros, del anciano que pedía limosna en una esquina abandonada, del joven que no entendía ni tenía la intención de saber política. No importaba quién fuera. Todos voltearon a verlo.

Bajó de una camioneta blindada con lunas polarizadas. En los techos de los departamentos había francotiradores apuntando. Me asusté. Mientras papá ejercía su deber ciudadano, le pregunté a mamá por qué la gente hacía tanto barullo. Me dijo, susurrando, que era Alan García. A esa edad no sabía quién era él ni el Apra. Me explicó que había ocupado, en una época aún más caótica, la presidencia de un país llamado Perú. Se desabotonó el saco y empezó a saludar a cada una de las personas que lo rodeaban. Había una estricta conexión entre el personaje y el pueblo. Un silencio intrínseco, un olor a historia, rudeza sutil y dulzura implacable. En su rostro reflejaba seguridad: la imagen retratada de una personalidad arrolladora.
Entre el mar de gente se encontraban partidarios acérrimos y también fieles opositores, pero en el fondo nadie se resistía a la presencia de aquel hombre de manos grandes. Sus detractores parecían quedar encandilados ante su inminente figura. Mientras todos lo miraban, yo solo podía notar su sonrisa abierta, jacarandosa y sus manos grandes. Y escribo manos grandes porque entonces me parecían enormes, colosales. Le apreté el saco fuerte a mamá para no perderme entre el gentío y le hice preguntas sobre el hombre en traje que vimos y que todo un país saludaba con la cercanía de un familiar. Todo el día me quedé pensando en cómo un hombre podía tener manos grotescamente gigantes. Tal vez influía su altura y su peso, pero me había quedado anonadado. No creí ver nunca más unas manos de esa envergadura y una presencia más impactante que la de aquel hombre ese día soleado.
Escribe: Diego Samalvides