Doscientos años de existencia ininterrumpida. Perú, tierra incaica, cumbre gastronómica, vereda de historia y tradición. Se convirtió en partera de grandes artistas, compositores, poetas e ilustres personajes: figuras que resplandecen sobre el desdén cotidiano con que se valora la cultura peruana. Doscientos años de vida, a pulso, de sacudirnos, agrietarnos y continuar en el ruedo. En medio de dictaduras, guerras civiles y cruentos conflictos, sobrevivimos. Fuimos más grandes que nuestras diferencias y el dolor que implica ver a nuestros compatriotas exiliarse.

Para mi abuelo, el patriarca, Fiestas Patrias era un acontecimiento aparte, más que una fecha marcada en el calendario. Se vestía impecable, como quien asiste a una fiesta, y se sentaba a ver la Gran Parada Militar desde su televisor. Se dejaba deslumbrar por nuestro armamento, la gallardía militar, la investidura, los trajes, el aspaviento, la tradición insurrecta. Nada lo hacía más feliz. Alimentaba su fe ciega comprando diarios de corte sensacionalista en los que se titulaba: «Descubre la verdadera historia de la Guerra del Pacífico» o «Perú compra armamento ruso», para nutrir su espíritu nacionalista.

Era un militar en retiro, pero sin insignia. Un hombre destinado a combatir todos los males de una sociedad vil desde su pequeño sitial en el mundo. Había hecho del Perú una casa aún más grande desde su preocupación y bondad por el resto. Era capaz de quitarse la casaca para entregársela a quien la necesitara o de dar sus tierras a un amigo al que la vida lo había golpeado más de la cuenta. Siempre desarraigado, desposeído de las cosas terrenales. Su vida transcurría a través de la naturaleza de su casa vieja en Pisco. La ciudad le agobiaba y solo venía para visitarnos o para ir a una cita médica.

Cuando sus nietos éramos pequeños, nos hacía preguntas de cultura general. De su bolsillo caían generosas propinas que ganábamos si adivinábamos las respuestas. Era ocurrente, gracioso, simpático e ingenioso. «¿Cuál es la capital de Francia?», gritaba, y todos nos peleábamos para responder. Me da la impresión de que, producto de los juegos, años más tarde me interesaría de forma autónoma por aquellos temas sin que existiera una recompensa de por medio. Puede que involuntariamente haya moldeado mi pasión. También jugábamos cartas, era un gran conocedor de los naipes. Tenía varios juegos debajo de la manga que intercalábamos mientras la tarde caía.

Extraordinario, patriótico, inteligente y con un gran sentido del humor. Algunas veces, cuando se acercan estas fechas, su imagen se acentúa. Pienso en cómo estaría ante el trajín político, en su vehemencia y las grandes conversaciones que tendríamos. Tal vez abriríamos ese whisky que guardaba en el rincón más preciado de la casona o inventaríamos una excusa para celebrar juntos. Pero mi vida transcurre lejos de él.

Mi abuelo fue una figura implacable que me dejó la mayor herencia que podría tener un nieto: el apellido. Aún viajo a Pisco, lugar donde se acogió la plenitud de sus años y sabiduría. A lo lejos, un poblador pronuncia mi apellido mientras hace un gesto de adiós. Pienso que le hablan a mi abuelo, que todavía prevalece, que está sentado en el zaguán y que aún nos debemos una última partida de cartas. Es la razón de mi retorno. Vuelvo para recordar mis raíces y sentir su presencia invisible.

Escribe: Diego Samalvides (@diegosamalvidesheysen)