Augusto Bernardino Leguía marcó una etapa controversial en la historia del Perú, ya que su mandato presidencial, denominado como el “Oncenio de Leguía”, configuró un período dictatorial que marcó un antes y un después en la realidad estructural de la ciudad de Lima.

Envuelto en un contexto mundial adverso, donde la crisis capitalista norteamericana a causa del “jueves negro” había resquebrajado la escasa aprobación política que le quedaba, Augusto B. Leguía fue derrocado de su cargo por el comandante Sánchez Cerro un 25 de agosto de 1930.

Luis Miguel Sánchez Cerro, antiguo defensor del civilismo en Arequipa, se había manifestado de forma vehemente contra Leguía. Sus discursos lo arrinconaban cada vez más y pese a que este pretendió formar un gabinete militar, un 25 de agosto se le solicitaría la renuncia inmediata.

La economía nacional sufrió el impacto de dicha crisis y, durante la caída del oncenio, se paralizaron obras públicas y actividades en los enclaves de provincias, provocando así, un nivel significativo de desempleo: migraciones a Lima, protestas, actividades subversivas, etc.

El golpe de Estado contra Leguía comprendió un levantamiento militar que culminó con sus once años de mandato autoritario. Además, luego de la renuncia obligatoria, el poder recaería en una Junta Militar de Gobierno. Dos días después, Sánchez Cerro asumiría el poder total del país.

Augusto Bernardino Leguía fue trasladado a la prisión de San Lorenzo. Luego, se le conduciría a la clínica Naval de Bellavista, donde escribiría sus memorias “Yo Tirano, Yo ladrón”. Finalmente, falleció el 6 de febrero de 1932, a los 69 años y en las peores condiciones carcelarias existentes.

La caída del oncenio de Leguía configura un hecho memorable en la historia del Perú, debido a su relevancia cultural y lo familiarizada que está la ciudad de Lima con dicho expresidente. Cabe mencionar que obras como la Plaza San Martín, el Palacio de Justicia o el Hotel Bolívar datan de dicho gobierno. 

Escribe Renatto Luyo*