La pandemia del coronavirus es la expropiación de la vida y de la muerte. A los vivos no se nos permite vivir nuestra propia vida y a los muertos no se les deja morir su propia muerte. Aun así, la vida pandémica tiene en la propia sobrevivencia un sentido, pero la muerte simplemente no. Martin Heidegger, el que más sabe sobre la muerte, dice que ésta entraña un “aún no” y que, en consecuencia, siempre va a ocurrir a destiempo. La narrativa de la muerte es la mirada desde la vida; no obstante, con los vivos convertidos en deudos de la pandemia ocurre como si sus muertos no estuvieran ni vivos, ni muertos: Estamos ante una especie de duelo pandémico en el que el asombro define la anamnesis. Es como si no renunciáramos al sí identitario luego de la muerte. Ello tal vez se deba a que casi todas las muertes son súbitas y a que casi todos los muertos están mal enterrados.

El hombre pandémico tiene más conciencia de la muerte, pero aún no sale de la experiencia de la muerte como forma del asombro. Nuestra tecnología del yo pandémico se está construyendo con la ausencia de la ética del desapego de los muertos. Nos resistimos a aceptar la muerte pandémica como experiencia ontológica. Michel Foucault ubicaría al duelo, y en general a la experiencia de la muerte, como parte de lo que él llama “juegos de verdad”. El hombre se configura a sí mismo en sus cuidados para con la muerte. Dice Foucault que “cuando uno se preocupa del cuerpo, uno no se preocupa de sí. El sí no es el vestir ni las posesiones, sino el alma. Uno ha de preocuparse por el alma: esta es la principal actividad en el cuidado de sí. El cuidado de sí es el cuidado de la actividad y no el cuidado del alma como sustancia”. Por cierto, la pandemia trastoca el memento mori, el «recuerda que morirás», pues la muerte pierde el mediano y el largo plazo, el “aún no” heideggeriano.

Foucaultianamente, el hombre, en su vida y en su muerte, es una sustancia pero también es una práctica. El Estado, desde la patria potestas romana, ejercita derechos sobre la muerte de sus ciudadanos. En este artículo no hagamos nuestra la cultura de la sospecha, o la política demográfica malthusiana. Pero, igual, estamos ante la muerte como procedimiento, como resultado de una política de Estado. Intentemos ser piadosos: estamos ante el más grande genocidio inconsciente de nuestra historia republicana. El daño pandémico es integral, físico y metafísico: la quema de los cadáveres y la ausencia de ceremonia fúnebre afecta a las narrativas pitagórica, socrática y cristiana sobre la trascendencia y la reencarnación del alma. De verdad, la pandemia ha afectado y ha empobrecido a la metafísica de la muerte al extremo de hacernos entender que las muertes pandémicas son, sobre todo, sociológicas y estúpidas.

La muerte pandémica es asquerosa: es la traición que le hace la biología al espíritu. El evangelio de Juan parece enseñar que Jesucristo en la cruz primero se lamenta con el Padre como si no hubiera querido morir de esa forma. Al final, Cristo asume que la muerte es también un texto, y decide ser el autor del relato más significativo de nuestra reconciliación con ella. Pero hoy, el Estado pandémico nos ha expropiado la vida y la muerte.

JUAN ANTONIO BAZÁN

Juan Antonio Bazán (Pacasmayo, 16 de octubre de 1970) Abogado y analista político. Profesor asociado de la Escuela Profesional de Ciencia Política de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En dicha universidad dicta los cursos de teoría política, análisis político comparado y análisis político de coyuntura. Ha realizado algunos estudios de posgrado: Doctorado en Derecho y Ciencia Política, Doctorado en Ciencias Sociales – Mención en Sociología, Doctorado en Filosofía, Maestría en Sociología – Mención en Estudios Políticos y Maestría en Escritura Creativa; y de pregrado: Derecho y Ciencia Política, Filosofía, y Educación – Mención en Ciencias Sociales. Se define como un tránsfuga que mantiene militancias vigentes en la derecha política, en el liberalismo económico y en la izquierda cultural.