La mascarilla pandémica es el límite absoluto del cuerpo y de la política. Ocurre que, en intersección con la historia y con el poder, nuestro cuerpo ha ido construyendo sus límites: en la sexualidad, en la distancia social, en la prenda. Como sabemos, la modernidad definió las fronteras preponderantemente en la política, en la forma del Estado-nación; pero la pandemia del coronavirus ha redefinido las fronteras principalmente en la biopolítica, en la forma del cuerpo y su mascarilla. El cuerpo es el territorio de la pandemia.  

La política enviste al cuerpo para arrebatarle su naturalidad y convertirlo en un texto. Históricamente es así. Michel Foucault se interroga: “¿Puede hacerse la genealogía de la moral moderna a partir de una historia política de los cuerpos?” Y se responde: “La genealogía, como el análisis de la procedencia, se encuentra en la articulación del cuerpo y de la historia. Debe mostrar al cuerpo impregnado de historia, y a la historia como destructora del cuerpo”. Si la historiografía foucaultiana es cierta, el cuerpo no es autónomo. Más aún, el cuerpo construye su significación en el entorno: en el discurso cultural de la alimentación, pero también en el discurso político de la mascarilla.

En verdad, la mascarilla representa una biopolítica, y es el más importante dispositivo pandémico encarnado en el cuerpo. Simboliza el proyecto del nuevo orden mundial y sus propósitos genocidas de la transhumanización, del hombre máquina, de la despoblación del planeta. Es el artefacto insignia de una ingeniería social de manipulación que la legitima en tanto existe para proteger a los enmascarillados unos de otros y enfrentados al coronavirus que nos viene aerotransportado. Los tres gobiernos peruanos de la pandemia son más radicales que la Organización Mundial de la salud, pues al hacerla obligatoria en todo espacio público y potestativa en todo espacio privado la convierten en la prenda más importante, y en la necesaria.

Tal vez la escena pandémica más disruptiva de la moda sea aquella en la cual aparecen mujeres feministas semidesnudas en uno de los edificios de la policía nacional: mostraron las tetas y algo más, pero no la boca y la nariz. Es decir que un gran control social determinó que “la conducta responsable” de este grupo de mujeres debería consistir en despojarse de sus brasieres e incluso de algo más, pero no de sus mascarillas. Estas feministas no pensaron que las mascarillas les arrebatan sus identidades, y que al convertirlas en iguales las hacía también desaparecer. Es que la mascarilla es totalitaria, inclusive más allá de la comunicación política, y hasta de la creatividad de la propia moda.

El rostro enmascarillado pierde información natural, y requiere ser decodificado. El rostro con segunda piel pierde humanidad, e invita al fashion y hasta al merchandising político: Ahí está la artificial Isabel Preysler y su tapaboca yendo al Premio Festival Eñe 2020 con nuestro escritor genio, y ahí está el dictador Martín Vizcarra dirigiéndose al Congreso de la República el día de la vacancia presidencial con su antifaz militar para meter miedo. Lo que no saben estos pobres de vida interior es que la mascarilla es el encierro del cuerpo dentro de sí mismo, y que enmascarillarse es el confinamiento social más definitivo. La mascarilla es el límite del cuerpo y de la política, pero el rostro es la morada.

JUAN ANTONIO BAZÁN

Juan Antonio Bazán (Pacasmayo, 16 de octubre de 1970) Abogado y analista político. Profesor asociado de la Escuela Profesional de Ciencia Política de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En dicha universidad dicta los cursos de teoría política, análisis político comparado y análisis político de coyuntura. Ha realizado algunos estudios de posgrado: Doctorado en Derecho y Ciencia Política, Doctorado en Ciencias Sociales – Mención en Sociología, Doctorado en Filosofía, Maestría en Sociología – Mención en Estudios Políticos y Maestría en Escritura Creativa; y de pregrado: Derecho y Ciencia Política, Filosofía, y Educación – Mención en Ciencias Sociales. Se define como un tránsfuga que mantiene militancias vigentes en la derecha política, en el liberalismo económico y en la izquierda cultural.