A sus 60 años, Diego Maradona, retorna al cielo. En medio de una conmoción mundial, fallece la única religión que no tenía ateos y se corona el año más gris de la historia. 

Argentina aparece por primera vez en el mapamundi gracias a Maradona. No antes. “El barrilete cósmico” hizo que la albiceleste sea conocida por el resto de continentes y gozada incluso por los ingleses, quienes inventaron el fútbol. Había fallecido el astro incomprendido, el campeón del mundo en México 86, el que jugó con el tobillo inflamado en el mundial de Italia 90, el que defendió su himno en el estadio Olímpico, el único futbolista al que la prensa no había podido señalar nunca.

“No llores por mí Inglaterra”, titulaba la revista “El Gráfico” en su edición 3481. Diego había convertido el gol del siglo. El mismo niño que alguna vez soñó jugar al fútbol en el corazón del humilde barrio de Villa Fiorito, marcaba un gol de antología ante más de 114.000 personas en el mítico estadio Azteca. En Argentina declararon tres días de duelo nacional por su irreparable pérdida y hubo quienes fueron a su casa de infancia. En su honor se tatuaron, inventaron canciones y hasta fundaron la “iglesia maradoniana”.

Hay decenas de libros biográficos sobre el hombre que se colocó una selección en los hombros. Visitó la gloria y volvió. Su excéntrica personalidad lo hizo capaz de soportar los insultos de sus adversarios y de convertir la ira rival en una situación lúdica. Le lanzaron una naranja y empezó a hacer dominadas. Siempre encontró la forma de divertirse en el campo. Acostumbrado a jugar en el barro y con la tribuna zumbando en la espalda. Es la historia de un jugador que tuvo muchas vidas, pero que amó el fútbol y nunca estuvo exento a ninguna celebración de Boca: su casa.

Histriónico, delirante, hipnotizador de multitudes. Un 10 de noviembre del 2001 rodeado de más de 50 mil almas despidieron al Diego en la bombonera. Rodeado de cuánta estrella pudiera estar, un mar de gente agonizaba llorando y cantándole. “La 12” alentando sin parar. Una fiesta de papel picado y juegos artificiales. Años posteriores a su despedida era un hincha más desde el palco xeneize. Así fue Diego y ahora nos queda un estadio con su nombre y un país que se rinde en el velorio. Ha muerto el hombre, pero ha nacido la leyenda. 

Escribe: Diego Alonso Samalvides Heysen