La serie Chernobyl de HBO ha vuelto a poner de manifiesto el carácter místico que el cataclismo ha adoptado en la memoria popular. La fascinación por todo lo que aconteció en Chernóbil aquella infausta noche primaveral de 1986 se ha extendido más allá de los determinantes técnicos del accidente, y alcanza al estado ruinoso de Prypiat, al resurgimiento de la fauna del lugar y, muy especialmente, a todos los supuestos catastróficos que jamás se sucedieron. Es en los what if donde la historia de Chernóbil se ha transformado en una figura totémica, un conjunto de leyendas donde interesados de toda condición fantasean sobre el fin de la humanidad tal y como la conocíamos. ¿Qué habría pasado si los vientos del Dniéper hubieran resuelto soplar hacia Kiev y no hacia los bosques yermos del sur de Bielorrusia? ¿Qué habría pasado si miles de liquidadores no cubren el núcleo fisionado? ¿Qué hubiera pasado si tres hombres no hubieran vaciado las piscinas de seguridad bajo el reactor?
Hay algo fascinante en el filo del abismo, en el vórtice del Apocalipsis, que envuelve a catástrofes como la de Chernóbil en un halo de perversa adoración. Y al igual que en los relatos plasmados por las sagradas escrituras, numerosas historias acontecidas en las horas posteriores al accidente han sido moldeadas y distorsionadas por el aura mitológica de nuestra memoria. Relatos que hablan de hombres y mujeres sumergidos en un fango radioactivo de difícil acomodo en la imaginación; de operarios descompuestos por la extraordinaria radiación del núcleo fusionado; de materiales aún por conocer fruto de la fundición del núcleo con el hormigón, los cables y las tuberías del recinto; de aguas de intenso azul radioactivo; de figuras que arriesgaron su vida en aras de un bien mayor, la salvación de media Europa.
Naturalmente, hay mucho de realidad en las historias extraordinarias de Chernóbil (baste ojear Vóces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich, para comprobarlo). Pero también hay mucho de leyenda. Y pocas epopeyas condensan ambas facetas como la del «Escuadrón Suicida», el grupo de tres hombres que accedió a las profundidades del Reactor Número 4 para vaciar las piscinas de burbujas bajo el núcleo en descomposición. Los superhéroes de Chernóbil a los que Europa debe nada más y nada menos que su futuro. Mucho se ha debatido sobre las causas directas del desastre. Frente a la idea extendida de que todo se debió al precario diseño de la central (y por tanto a una tecnología inferior a la empleada por sus pares occidentales, indudable seña de la decadencia del proyecto soviético), lo cierto es que nada de lo acontecido en Chernóbil hubiera sido posible sin una prueba de seguridad negligente que pasó por encima de todas las recomendaciones del reglamento nuclear de la URSS.
La central, en sí misma, era reciente, moderna y muy potente. Y por tanto pertrechada con toda clase de herramientas de seguridad. Una de ellas causaría uno de los principales quebraderos de cabeza a los técnicos encargados de gestionar el accidente. Se trataba de las piscinas de burbujas (de agua) instaladas varios niveles por debajo de los reactores nucleares. En un magnífico post de 2010 (parte de una serie más que recomendable sobre Chernóbil), La Pizarra de Yuri explicaba así su función: “Estas piscinas de seguridad, conocidas como piscinas de burbujas, se hallaban en dos niveles inferiores y tenían por función contener agua por si fuese preciso enfriar de emergencia el reactor. También servían para condensar vapor y reducir la presión en caso de que se rompiera alguna tubería del circuito primario (de ahí su nombre), junto a un tercer nivel que actuaba de conducción, inmediatamente debajo del reactor. Así, en caso de ruptura de alguna canalización, el vapor se vería obligado a circular por este nivel de conducción y escapar a través de una capa de agua, lo que reduciría su peligrosidad”.
A los pocos días del accidente, los trabajadores del complejo descubrieron que el subsuelo sobre el que reposaban las piscinas había quedado totalmente inundado. La explosión y los traumas subsiguientes a la fusión (temperaturas superiores a los 2.000 ºC) habían reventado las tuberías internas del reactor, vaciando grandes cantidades de agua del circuito primario en las cámaras subterráneas de la central. Era un problema grave. El núcleo se había fundido con la infraestructura del reactor, formando una densa lava radioactiva llamada corio (o «corium», también presente en Fukushima). A más de 1.600 ºC, el corio, en esencia, funde todo lo que encuentra a su alcance (hasta que se enfría). Los técnicos previeron con acierto una sucesión de acontecimientos que podría abocar a Chernóbil a una catástrofe superior a la ya vivida.
En esencia, el peso del núcleo provocaría que la estructura del reactor cediera, empujando la lava radioactiva hacia las profundidades de la central. O lo que es lo mismo, hacia las cámaras subterráneas ahora inundadas hasta sus cimientos. Si el núcleo entrara en contacto con el agua se produciría una gigantesca explosión de vapor capaz de propulsar hacia la atmósfera «cientos de toneladas» de material radioactivo, muy similar, aunque más destructiva, a las generadas por los helicópteros al volcar agua sobre el núcleo expuesto (cuando se desconocía su fusión). ¿Cuánto estaba en juego? Es aquí donde los relatos posteriores han teorizado, en ocasiones, hasta la exageración. En 2011, el periodista anglosajón Stephen McGinty hablaba de «una explosión nuclear» capaz de «destruir Kiev», «contaminar el abastecimiento de aguas de más de 30 millones de personas» y «dejar inhabitable el norte de Ucrania durante más de un siglo». Otros iban más allá, dibujando un cataclismo que hubiera «exterminado media Europa», haciendo de Ucrania y parte de Rusia un lugar inhabitable por «500.000 años».
Según Vassili Nesterenko, el contacto del corio con las piscinas bajo tierra habría generado una explosión de entre 3.000 y 5.000 kilotones, entre 140 y 230 veces más potente que la causada por Fat Man (la bomba lanzada sobre Nagasaki, de 21 kilotones, y hasta la fecha la más potente empleada contra población civil). El accidente de Chernóbil se habría convertido, de este modo, en el mayor desastre afrontado por el ser humano. Un evento que cuestionaría nuestra viabilidad como especie. La realidad es más compleja. A menudo la conversación confunde la radiación a liberar por el contacto del corio con el agua con el carácter destructivo de la explosión. Ciertamente, Chernóbil generó 400 veces más radioactividad atmósferica que Fat Man, y sus efectos se prolongaron durante más años en el tiempo. Su mortalidad, sin embargo, ha sido mucho más reducida: se cree que unas 4.000 personas murieron a causa del accidente, frente a las 70.000 de Nagasaki.
La disparidad se explica por las diferentes naturalezas de un reactor nuclear y de una bomba atómica. Como explica Operador Nuclear (@OperadorNuclear), uno de los divulgadores en materia atómica más activos en Twitter, «el enriquecimiento del uranio» para artefactos como Fat Man «es del 90%», mientras que una central como Chernóbil apenas «utilizaba el 2%». Obtener una bomba atómica, Irán lo sabe, no es tan sencillo. Sus efectos destructivos no son equiparables. Lo que no significa que el riesgo identificado por los técnicos de la central fuera menor. El temor al síndrome de China, la posibilidad de que un núcleo fusionado entrara en contacto con las piscinas de seguridad y emitiera catastróficas nubes de radiación a la atmósfera, hipotecó las decisiones de los operarios. Existía el riesgo de explosión (capaz de hundir todo el edificio que contenía al reactor), de liberar más radiación y de contaminar el suministro de aguas de Kiev.
La fábula cuenta que tres operarios de la central, Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov, se ofrecieron voluntarios para entrar en los cimientos inundados de las piscinas, hallar las válvulas de escape, abrir las esclusas, drenar la zona y salvar a la humanidad de un apocalipsis certero. Lo harían conocedores de una muerte casi inmediata, entre aguas de colores brillantes y unos niveles de radiación incompatibles con la vida. Y lo harían por el bien de millones de personas. El relato contiene elementos de realidad y de fantasía, o más bien, de licencias literarias. Por un lado, Ananenko, Bezpalov y Baranov no fueron las tres únicas personas que se introdujeron en las cámaras inundadas bajo las piscinas de seguridad. Tanto los equipos de bomberos como otros técnicos de la central habían trabajado durante los días previos para vaciar parte del agua. Los primeros bombearon las salas logrando reducir la inundación a la altura de la rodilla, cuando no del tobillo. Los segundos habían entrado para medir los niveles de radiación.
De modo que cuando el trío de héroes se introdujo en las cámaras lo hizo con cierta cantidad de información. No fue un acto ciego. Ananenko y Bezpalov habían colaborado en la construcción e instalación del sistema de seguridad. Conocían su infraestructura, la canalización, la posición de las tuberías principales y el punto exacto donde encontrarían las válvulas que abrirían las compuertas y vaciarían el agua. Lo harían eso sí, a oscuras, por lo que necesitarían a Baranov para iluminarles. ¿Fueron voluntarios? Lo más probable es que sí. Como se explica aquí, la gran mayoría de liquidadores eran conscientes de lo que se jugaban al lidiar con la catástrofe de Chernóbil, y lo hicieron en plena posesión de su voluntad. Pero al mismo tiempo lo hicieron porque era su trabajo. Ananenko ha dado muy pocas entrevistas, pero en todas deja traslucir cierto deber rutinario en su incursión en las cámaras.
“El hecho es que todo el equipamiento estaba distribuido entre talleres, y dado que las piscinas a vaciar quedaban bajo la responsabilidad del área de servicio de la sala del reactor Nº 2, era el personal de esta unidad quien debía realizar la tarea. Por supuesto, se daban casos en los que el personal de turno de un taller cualquiera no era suficiente para una tarea, y en ese caso otros trabajadores se incorporaban. Pero en cualquier caso, cualquier operación que requiriera de equipamiento debía ser realizada en presencia o bajo la supervisión de un representante del taller responsable”. Es decir: Ananenko estaba allí porque era su deber. Muy literalmente. La misión de los tres hombres era relativamente sencilla. Caminar por las profundidades de Chernóbil ataviados con equipamiento de submarinista, encontrar las válvulas de las compuertas y abrirlas. En condiciones normales hubiera sido una tarea realizada de forma automática y electrónica por el ordenador de la central, pero la explosión y la inundación posterior habían inutilizado los circuitos. Ahora, Ananenko y sus compañeros debían hacerlo manualmente.
Como él mismo cuenta, las dos válvulas se encontraban a tres metros bajo tierra, y estaban marcadas con una inscripción técnica para identificarlas con facilidad (4GT-21 y 4GT-22). Gran parte de sus miedos provenían no tanto de las espantosas condiciones que su cuerpo debía soportar en el camino como de la posibilidad de que estuvieran bloqueadas o inutilizadas. En ese caso, vaciar las piscinas y evitar la certera explosión de vapor habría sido mucho más complejo. Gran parte de la mitología que rodea la excursión del escuadrón suicida surge del agua radioactiva. Ananenko, Bezpalov y Baranov se enfrentarían a dosis radioactivas superiores a los 5.000 roentgens/hora, capaces de broncear la piel en cuestión de segundos, introducir un amargo sabor metálico en la boca y punzar la piel con la intensidad de mil agujas. Los tres héroes debían lidiar con una presión radioactiva tan extraordinaria que su vida, con probabilidad, terminaría allí mismo Así se retrata en Chernobyl y en infinidad de reportajes.
La información sobre la situación radioactiva en el corredor 001 (el que emplearían para acceder a las cámaras inundadas) me era conocida (…) Cuando entré en mi turno de trabajo, mi compañero me explicó que la última medición de radioactividad había sido tomada directamente desde el nivel del agua del corredor. Por supuesto, me es imposible recordar cuál fue el resultado de la medición, pero recuerdo mi sensación en aquel momento. Los números no parecían algo extraordinario. La situación radioactiva era la habitual para las centrales nucleares en mayo de 1986. La memoria humana es frágil. Ananenko admite haber consultado con su colega Bespalov lo acontecido en las profundidades de Chernóbil, aclarando sus borrosos recuerdos. Los tres acudieron a los corredores acompañados por un dosímetro DP-5, un pequeño captador de radiación. A mitad de trayecto, Baranov activó el rango absoluto de su medidor y observó con inquietud los resultados. «El dispositivo se había ido de escala en todos los subrangos», le explicaría Bespalov a Ananenko. «¡Corred!», ordenaría Baranov.
Durante su camino, repleto de agua hasta las rodillas, los tres se familiarizarían con el tétrico sabor metálico en la boca causado por la elevada radiación del agua contaminada. Pero llegarían a las válvulas, las abrirías sin mayores problemas y regresarían al exterior entre vítores de sus compañeros. A su salida, Ananenko hablaría con Tass, una agencia de información soviética, y sus palabras serían recogidas por Associated Press en esta nota. «Me ofrecieron rechazar la tarea. Pero cómo podría haberlo hecho cuando era la única persona en mi turno que sabía dónde estaban ubicadas las válvulas», contaría. Ananenko aclararía más tarde que las declaraciones recogidas por Tass estaban parcialmente construidas por la agencia, y que gran parte de la mitología folclórica que surgió a raíz de su hazaña y del accidente brotaría directamente de aquel artículo, recogido y replicado por otros medios rusos y occidentales.
De hecho, el mito se hizo tan grande que la mayoría de historias les dieron por muertos o bien dentro de los corredores o bien a las pocas horas de salir de las cámaras, ya con la misión completada. Ananenko, Bezpalov y Baranov habrían completado así el camino del héroe: figuras llamadas a la acción en pos del bien de la humanidad, conocedoras de los incalculables riesgos y, en última instancia, sacrificadas por una causa justa. Pero ninguno de los tres pereció. Parte del interés de Ananenko en hablar con la prensa soviética surgía del interés de los operarios de Chernóbil de desmitificar las elevadas tasas de mortalidad asociadas a los liquidadores y a los operarios que continuaron trabajando en la central durante los días posteriores. No lo consiguió, y lo recóndito de su figura, del oscurantismo soviético y de su interés personal en el anonimato (como el de Bezpalov y Baranov) fermentaron en la leyenda de su muerte. El periodista anglosajón Andrew Leatherbarrow pasaría cinco años investigando las causas y consecuencias del accidente para su libro 01:23:40, y en el camino descubriría que ninguno de los tres héroes suicidas había perecido en su misión. Ananenko y Bezpalov serían condecorados hace algunos años por el ex-Presidente de Ucrania, Petró Poroshenko. Según Leatherbarrow, Baranov habría muerto a causa de un paro cardíaco en 2005. Muy lejos de Chernóbil.
¿Cómo sobrevivieron a la radiación que debería haberles matado? Como se explica en este cómic de XKCD, porque el agua funciona como escudo natural a la radiación. Nada de esto significa que ninguno de los tres sufriera las consecuencias de su misión, o que la radiación no deteriorara su cuerpo, o que su esperanza de vida no se redujera drásticamente. Significa que, años después de haberse sumergido en las profundidades del agua radiactiva, dos tercios de ellos siguen vivos. Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov hicieron su trabajo. Fueron héroes. Salvaron a las gentes de Ucrania y de buena parte de Europa de una catástrofe potencialmente superior a la vivida. Y vivieron para contarlo.