En lo personal, me seducen los vinos con identidad, aquellos que puedes beber de un sorbo todo un terroir. Y esto lo puedes encontrar dentro de las botellas de Viña Garcés Silva, que llegan al Perú gracias a Panuts, bajo sus líneas Boya y Amayna. Son vinos con perfiles distintos, pero ambos mantienen la misma esencia de Leyda, un valle privilegiado para la pinot noir y la sauvignon, principalmente por su cercanía al mar. Solo 14 km separan el Pacífico de los viñedos.

El clima es idóneo para cepas de maduración lenta. Es un valle donde el frío se hace sentir. Las aguas gélidas del océano Pacífico son el resultado de la influencia de la corriente de Humboldt, la que aporta una brisa fresca durante el día, manteniendo las temperaturas bajo los 24° en los meses de verano.

Se manifiestan estaciones muy marcadas y con una baja amplitud térmica. Todas estas variables permiten que la maduración de los polifenoles sea lenta y compleja y, a su vez, que la acidez se mantenga alta. Regresando a los viñedos, me cuenta María Paz Garcés, directora de la firma chilena, que todos los viñedos son propios y gozan a partir del año 1999 en adelante. En total tienen 175 hectáreas, de las cuales 27 son exclusivamente seleccionadas para Amayna, y 22 para Boya. El resto son para venta de uva al resto de viñas de la zona. Pero no solo el estar cerca al mar les da esos toques especiales a los vinos de Viña Garcés Silva, sino también el perfil de sus suelos.

Como mencioné líneas arriba, tanto los vinos de Amayna como los de Boya tienen enfoques distintos, pensando en públicos quizás antagónicos. Esta idea la manejaron con Diego Rivera, el enólogo principal, para poder darle una mayor expresión a los viñedos. Cuentan con el enólogo Jean Michel Novelle, quien ve exclusivamente todo lo que respecta a Amayna, y con Rafael Tirado, en el caso de Boya.
Mientras me comentaba ello, María Paz me servía un chardonnay de Amayna para catarlo juntos. Desde el inicio encontré esas notas minerales un tanto salinas, que para María Paz son un claro diferencial de Leyda como valle. En nariz era bastante aromático y con una gran intensidad reflejada en sus florales, cítricas y minerales. Un vino amplio, equilibrado, con mucha personalidad y elegancia.

Luego continuamos con un chardonnay que tenía características muy propias de Leyda, era un tanto distinto a lo habitual. Esto lo hacía más lúcido. Desde la primera nariz, saltaban frutos secos y hasta algo de papayas, una barrica elegante y ligeras notas minerales. En boca, gran estructura, elegancia y exquisita persistencia.

El paso siguiente fue mudarnos a los tintos, sobre todo al pinot noir, quizás la cepa que mejor saca la bandera de Leyda. La influencia del mar, los suelos y una lenta maduración, hacen de este vino de un color rojo rubí profundo, con ribetes violáceos, de gran complejidad aromática que evoca a frutos rojos y negros maduros, y una suave nota de vainilla aportada por la elegancia de una barrica. Taninos redondos, suaves, que llenan la boca y que otorgan un final limpio, elegante, de gran persistencia y personalidad. Tiene un potencial de guarda de unos cinco años. Se me ocurre maridarlos con cordero, carnes blancas, pastas y aves de caza.
Bajo esta mirada se ensalzan los vinos de Amayna. Una gran experiencia.
Escribe: John Santa Cruz