A mi querida sobrina, una bebé de seis meses,  se le extravió el ariete de uno de sus aretes abridores. En la búsqueda de un reemplazo se fue una tarde y 70 dólares por un mini ariete, cuando juraba que probablemente lo obtendríamos de cortesía en cualquier joyería. Tras  esa andanza me quedé pensando de dónde asimilamos esta costumbre, que quizás otras culturas pudieran considerar barbárica: punzar los lóbulos de una niña apenas con días o meses de nacida, para colocarles unas piezas cuyo único fin es el adorno. Curiosamente, uno de los recuerdos más antiguos que tengo pertenece a mis primeros zarcillos, unas bolitas de coral rojo (que junto con el ónix se les atribuyen cualidades mágicas) montadas sobre base de oro,  los cuales usé hasta que su tamaño resultaba ínfimo para mis orejas.

Lamentablemente, con la pandemia, en días,  pasamos de  usar aretes de infinitas longitudes, materiales y diseños a cambiarlos por dormilonas de perlas, piedras o aros de tamaño mediano, debido al accesorio más importante de este año y de uso obligatorio: la mascarilla. Esta reacción también se registró hace 100 años con la gripe española, ya que, al igual que ahora,  entraba en conflicto, a veces desde el punto de vista estético y otras desde el punto de vista práctico llevar estos complementos con el quita y pon de la mascarilla en el transcurso  del día. No obstante, si alguna vez el arete cayó en total desuso en Occidente, fue por las pelucas, otro elemento inútil de nuestra lista de vanidades.  Entre los siglos XVII y XVIII, primero las pelucas, imprescindibles sobre todo en la corte francesa de María Antonieta, y luego los peinados victorianos, ambos cubrían las orejas, dificultando el colocar, mantener y lucir los pendientes. Al perder  protagonismo, poco a poco se obviaron hasta reducir su uso, a ocasiones especiales con  piezas de gran valor.

Parece poco creíble que un elemento que ha estado con nosotros desde el paleolítico y cuyo rastro podernos seguir visualmente hasta nuestros días en toda clase de manifestaciones como los murales griegos, personajes casi míticos como los piratas o en icónicos retratos como La Joven de la Perla (Johannes Vermeer, h. 1665-1667), tuviese períodos de declive.

Es a mediados del siglo XX que retoma su papel protagónico. Para ese entonces, la costumbre y habilidad de perforar las orejas no eran comunes, por lo que entre 1940 y 1960, tanto en Europa como en Estados Unidos,  los aretes a presión o con cierre de clip y elaborados a base de acetato eran el estándar, hasta que los pendientes largos y las argollas con el símbolo de paz  se posicionan.  “Abrirse las orejas”  era algo casero y sumamente amical. En los 80s nos dividimos entre los aretes de perlitas o los de Madonna y para los hombres usar uno a la izquierda o a la derecha enviaba un mensaje evidente sobre la sexualidad de su portador. 

Actualmente, continuamos perforándonos las orejas y otras partes del cuerpo por puro gusto o movidos por las mismas razones de siempre: declaración de identidad, simbolismo personal  o perpetuar los códigos sociales que nos tocan. Asumimos que todas tenemos los lóbulos perforados y no lo cuestionamos si compramos un par para regalar. Los aretes, junto con el peine y el collar, son los accesorios que menos han evolucionado desde sus orígenes, también corrieron la misma suerte que muchos otros elementos de nuestro atuendo, pues empezaron siendo usados por ambos sexos, y terminaron, hasta hace poco, asignados en Occidente para uso de la mujer.

Tampoco queda mucho en la memoria colectiva sobre el poder protector que solía otorgárseles a los pendientes contra los hechizos y mal de ojo. Sin embargo, no han perdido esa conexión íntima cuando alguien muy querido los regala y más si son piezas creadas para durar al menos una vida. Es por esta última razón, que estoy esperando a que mi sobrina y ahijada llegue a su primer año para regalarle un par de dormilonas como las que yo tenía de pequeña y, de paso, agregar una igual en el cartílago de mi oreja izquierda para celebrar su existencia.

Por lo pronto, las tendencias en accesorios para el próximo año 2021 hacen hincapié en los collares, pulsas y cinturones. Las perlas vuelven y los motivos relacionados con la naturaleza se utilizarán para pendientes, pero no serán tan grandes o complicados como originalmente era la proyección. Con mascarilla o no, andar sin aretes, para muchos, incluyéndome, es como si nos faltara “algo”. Hay un dicho antiguo (que pudiera ser actualizado) que lo expresa muy bien: “Una mujer sin aretes es como una cama sin perillas[1].”


[1] Antiguamente las camas tenían catres o bases de hierro  donde sobresalían 4 barras en cada extremo, las cuales terminaban coronadas con unos adornos, bolas  o perillas que se atornillaban.