Una mañana desperté con un impulso distinto. La noche anterior estuve reunido con unos amigos con quienes no solo compartía lecturas, sino también una afición por la poesía. Nos autodenominamos «Bocanada» en honor al álbum del mítico Gustavo Cerati. Por entonces, había separado mi vacante para el examen de admisión a la carrera de Administración de Empresas en la Universidad de Lima.

Después de la reunión entre amigos sobre la vida, sus contrariedades y el destino, decidí que no podía hacer otra cosa que no estuviera ligada a escribir. Atravesé la sala, fui a la habitación de mis padres y les dije que no iría al examen de admisión porque la carrera no me apasionaba. Hubo un silencio. No quería ser administrador porque significaba tener los bolsillos llenos, pero el corazón vacío. Lo único que sabía era que nada me seducía más que leer y escribir. Los libros me parecían una puerta a otra dimensión, la entrada a un recinto inhabitado.

Me apoyaron a pesar de todo lo que involucra el oficio de escritor, especialmente en un país donde la cultura está desplazada. Vivir de ello en el Perú, realizando una paráfrasis de Vargas Llosa, denotaba tener otros trabajos alimenticios para subsistir. Nadie vivía de escribir plenamente. Supe que tendría otros oficios que no interrumpieran mi vocación, pero que me permitirían tener una existencia digna y prolongada. 

El periodismo apareció como una puerta grande, un abanico de posibilidades. No era como estudiar Literatura, porque adentrarse a la prensa era descubrir el mundo de la televisión, la radio, los periódicos, las revistas. El inquietante universo paralelo donde se entretejían historias reales, de carne y hueso. Me sedujo la prensa escrita por el vínculo que encontraba Gabriel García Márquez entre el periodismo y la literatura: dos vértices de una misma madeja.

Tuve la oportunidad de iniciarme a una edad temprana. Ni siquiera había tenido mi primera clase de periodismo en la universidad. El medio de comunicación fue mi aula inicial, donde aprendí de los consejos de un editor y la experiencia de los más veteranos. Recuerdo los diálogos en la sala de redacción, las locuciones, la rapidez informativa y la forma en cómo se ejercía sobre el ruedo, encima de la presión, a contrarreloj. 

Dejó de ser un oficio para convertirse en un modo de pensar, sentir, medir la vida y su intensidad. Podía trabajar fines de semana o días feriados mientras escribía en simultáneo mis intentos de novelas, pequeños poemas y fragmentos desordenados que arrumaba sobre mi escritorio. Como todo joven, tenía incertidumbre, miedo del porvenir; pero me convencí en que debía vencerme a mí mismo para aceptar la felicidad como me la habían obsequiado los dioses del olimpo: a través de una pequeña biblioteca y un lapicero como artillería. Escribir es mi forma de liberarme de las ataduras, persistir y conocer facetas que aún no termino de descubrir. Escribo por intuición, placer o desidia; pero siempre con el corazón en la mano, errático, envalentonado.

Escribe: Diego Samalvides