
Los movimientos migratorios son fenómenos sociales muy antiguos, que remontan su origen a más de 10.000 años, cuando la Revolución Neolítica permitió que los grupos humanos que se asentaron en las orillas de los ríos, y que subsistían mediante la pesca, caza y agricultura, empezaran a expandirse y a ocupar el territorio progresivamente mediante el sedentarismo, conformando centros poblados que más adelante se convertirían en zonas rurales, dando origen a las antiguas civilizaciones que hoy conocemos. Sin embargo, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII, que este proceso migratorio experimentó un acelerado crecimiento gracias a la Revolución Industrial, que trajo consigo importantes avances sociales, económicos y tecnológicos. Con el pasar de los años, el éxodo rural empezó a adquirir distintas motivaciones, sujetas a la realidad que se vivía en un determinado momento de la historia. Variables como conflictos armados y guerrillas, terrorismo, escasez de recursos, desastres naturales y meteorológicos, entre otros, empezaron a movilizar masas de personas y a consolidar las ciudades como refugios sociales, centros de oportunidad laboral y de mejora en la calidad de vida. En el Perú, este proceso tuvo su auge durante los años de terror, vividos mayormente en el interior del país, fruto de los ataques terroristas perpetrados por Sendero Luminoso y el MRTA. Millones de peruanos se desplazaron a lo largo y ancho del territorio nacional y hacia el exterior buscando escapar de la muerte y de la crisis en la que se hundía el país.

Hoy en día, y a medida que el mundo se hace más globalizado, los índices de desigualdad van en crecida debido, entre otros factores, a la poca oferta de trabajos y viviendas formales para la alta demanda que estas migraciones representan. En el Perú, los sectores económicamente más afectados se dan cuenta de esa desigualdad de oportunidades y, sumada a la ausencia del Estado y al mal manejo de los Gobiernos Regionales en las provincias, terminan buscando mejores condiciones de vida fuera de sus lugares de origen, provocando movilizaciones diarias hacia las ciudades de la costa. Para el año 2017, el censo poblacional realizado por el INEI muestra que casi el 79,3% de la población peruana vive en ciudades, mientras que el 20,7% vive en zonas rurales, siendo la selva peruana la región con menor índice de densidad poblacional, pese a tener el mayor porcentaje territorial del país. Realidad que se ve reflejada también en Lima, donde de cada 100 personas que residen en la capital, 33 nacieron en otro departamento o país, según datos del INEI. Sin embargo, en las últimas semanas hemos sido testigos de un movimiento migratorio inverso, producto de los estragos y temores que está causando la pandemia de Covid-19. Decenas de miles de personas que habían llegado a Lima, provenientes de distintas partes del Perú, están haciendo esfuerzos sobrehumanos por tratar de retornar a su lugar de origen, buscando escapar del virus y de la crisis. Y si bien la controversia se centra en las formas que estos desplazamientos se están dando, los peligros que representan para la salud pública, las decisiones políticas y la velocidad de respuesta del Gobierno para atender a estos «caminantes» (llamados así por la prensa nacional), no podemos pasar por alto una interrogante que viene dando vueltas en el mundo del urbanismo, no tanto por sus razones y consecuencias concretas, sino más bien por lo que podría significar: ¿Son estas migraciones inversas, motivo para pensar que la ruralidad es la nueva urbanidad?

Si bien abrir el debate a la especulación enriquece las posibilidades de proponer algo concreto, la realidad es que si hacemos un zoom out y observamos el rumbo que el mundo está tomando con las cada vez más frecuentes y agudas crisis (económicas, sociales, ambientales y sanitarias), el panorama futuro no dista mucho de lo que plantea la pregunta. Tarde o temprano, el ser humano terminará dependiendo nuevamente de lo que hace 9500 años era la principal actividad económica y de supervivencia, la agricultura. Pero lejos de ahondar en la discusión de si esta específica crisis sanitaria a causa de la pandemia de coronavirus va a cambiar o no el mundo, el tema de fondo que aquí se plantea radica en especular cómo las zonas rurales se convertirían en los nuevos centros urbanos, sin caer en los mismos errores del pasado, y desde una perspectiva multidisciplinar que integre todos los aspectos que rigen el funcionamiento de una sociedad (política, economía, cultura, educación, salud, infraestructura, etc.). El precedente clásico para este caso apareció hace más de 500 años, cuando se publicó Utopía, la obra literaria de Tomás Moro, que «estableció» – sin quererlo – el nombre que generaciones futuras usarían para soñar con realidades que parecían imposibles. Los relatos de la isla que lleva el mismo nombre, suponían, entre otras cosas, una organización social ideal, con un sistema económico eficiente y con gobernantes electos mediante el voto popular, características que contrastaban con la monarquía absolutista de la Europa del siglo XVI, y que solo vendrían a manifestarse más de 250 años después, con los primeros indicios de la Revolución Francesa. Fue así, que las utopías del futuro se han ido convirtiendo en «la conciencia onírica del colectivo», según Walter Benjamin, hacia las cuales establecer un rumbo y cuyo poder de transformación social ha permitido los avances que se han venido dando a lo largo de la historia.
Por lo tanto, como concepto aplicable a cualquier campo de estudio (y a la vida misma), las utopías urbanas han supuesto imaginarios de ciudades perfectas, de sociedades idealizadas en las que los individuos viven en armonía unos con otros, con sistemas económicos, jurídicos y sociales que primen la igualdad, y con infraestructura que permita el desarrollo colectivo. Y es precisamente ese horizonte imaginario, que hace pensar esta pandemia de Covid-19 como una oportunidad única para que las autoridades peruanas empiecen a actuar apuntando hacia la tan prometida descentralización económica, que brinde a estos «caminantes» las mismas condiciones y oportunidades para hacer fortuna tanto en la capital como al interior del país. Descentralización que, con el tiempo y con las políticas e inversiones correctas, promueva la creación de nuevos centros urbanos adaptados al contexto social, cultural y geográfico de cada región. Quién sabe así, estos caminantes ya no necesiten migrar hacia otros lados, y puedan por fin, soñar con una realidad en la que ser exitoso en su propia tierra ya no sea tan utópico.