«Lo peor de todo es que el bicentenario nos sorprenderá en el centro de una pandemia todavía incontrolable y unas elecciones generales de pronóstico escabroso. No hay que ser un pesimista consuetudinario para augurar que se nos viene un elenco político tan nocivo como el COVID-19. Un presidente-caudillo junto a un Congreso fraccionado y muy enraizado en los intereses fácticos que dominan —y dominarán— la agenda del próximo quinquenio. Me temo que nos aproximamos a un ciclo rupturista, indeseable, pletórico de incertidumbres donde no calzarán las líneas paralelas de la política y la economía».
Esto fue lo que escribí para Cocktail n.° 32, en agosto del año pasado. No me regocijo de la terquedad con la cual acredito la vigencia de mis predicciones ni de los motivos que allí expresé. En verdad, como un importante sector ciudadano, quisiera algo diferente para mi país: un escenario constructivo, civilizado, tolerante, mínimamente armónico ante las tragedias sanitaria y económica. Pero nada de eso ocurrirá. Me explayaré aquí con más cifras y hechos en torno a: ¿por qué no soy entusiasta de lo que venga luego de las elecciones?
Lejos de perfeccionarse, el sistema político se ha ido entorpeciendo en los últimos 30 años, merced a puros y duros actos demagógicos aplaudidos rabiosamente por las tribunas. Primero fue la eliminación del Senado de la República, gracias a la mayoría fujimorista del Congreso Constituyente de 1993. Y luego tuvimos el impedimento de la reelección de gobernadores parlamentarios propiciado por Martín Vizcarra.
Hoy lamentamos la inexistencia de una cámara revisora de las leyes aprobadas por la instancia legislativa primaria. El Parlamento ya sembró la audacia de promulgar por insistencia, pese a las observaciones documentadas del Ejecutivo, normas que atentan contra la caja fiscal y la dinámica del mercado abierto. La imposibilidad de la reelección parlamentaria (recordando que esta no superaba el 20 % de la oferta de candidatos que presentaban los partidos) ha ocasionado que solo el 6 % de los aspirantes a una curul tenga experiencia legislativa, ya sea como congresista o asesor. (Fuente: El Comercio).
Desde el periodo fujimorista, se fue banalizando la conformación y permanencia de los partidos. Pocos ya recuerdan el tránsito burlón que hizo el expresidente desde la matriz original de su carrera política, Cambio 90, hasta su re-reelección del 2000. En los comicios de este último año, se presentó bajo las banderas de una «alianza» de cinco agrupaciones casi fantasmales, todas hoy desaparecidas o transformadas en nuevos logos: Cambio 90, Nueva Mayoría, Vamos Vecinos, Perú 2000 y Juntos Sí Podemos.
¿Consecuencia? La proliferación de innumerables vientres de alquiler y la debilidad de las identidades políticas. En las elecciones de 2021, hay 665 candidatos que cambiaron más de una vez de camiseta partidaria (es decir, poco más de la quinta parte de postulantes). Solo 808 registran fidelidad a la organización por la cual pretenden llegar al Congreso. El 43 % del conjunto de candidatos se afilió al partido que los registra en el último mes del plazo para inscribirse. El transfuguismo y el fraccionamiento quedan garantizados. Además, 353 candidatos no residen en las regiones por las cuales postulan. 142 nacieron en ellas y luego hicieron destino en otras. (Fuente: El Comercio).
Finalmente, los nuevos poderes fácticos (narcotráfico, tala y minería ilegal, tráfico de tierras y trata de personas) penetran con facilidad en estas estructuras partidarias débiles y porosas. Tendrán más de un congresista, sin duda alguna. Vote por quien crea este 06 de junio. Igual, el sistema prolongará la noche que hoy padecemos.
Escribe: César Campos (@cesarcamposlima)
Columna publicada en la edición Cocktail °40