Hace solo tres meses, nuestras vidas seguían su curso normal llevadas por sueños, amores, anhelos, o quizá pérdidas, dolor o sufrimiento. Sin embargo, teníamos un norte, una meta. La existencia parecía tener un orden, un sentido.

El verano todavía era una promesa inconclusa. Noches cálidas, mucho amor, playa y caminatas bendecidas por el clima acariciante. ¿Cuántas veces pensamos que contemplar las estrellas sería un acto rutinario?

Pero un 6 de marzo todo cambió. Recuerdo la sensación de temor en los rostros, tangible en ambiente. Algo similar sucedió en 1991 durante los días previos y los primeros, a la invasión de Irak de Saddam Hussein. Luego, esa invasión estadounidense pasó a ser parte del show business de la televisión.

Ahora, en el inicio de la pandemia, el terror fue mayor. Lo podría asociar con los años del terrorismo, en los que salir de casa era jugar a la ruleta rusa. Un grifo, un centro comercial, un banco eran trampas mortales.

Un virus aparecido en el punto más álgido de la guerra comercial y económica entre China y los Estados Unidos nos hace pensar si es solo una “coincidencia”, ¿sabotaje?, ¿accidente?, ¿guerra biológica de baja intensidad para eliminar a la población más vulnerable y poco productiva? Las hipótesis son múltiples. Lo cierto es que en estos años no sabremos la verdad, quizá ni siquiera sea el momento de saberla.

Somos una especie ritual. Un animal modelado por la cultura y elevado hacia el espíritu gracias a los mitos y los ritos. Ellos están, persisten, aunque lo hayamos olvidado, en cada acto de la existencia. Son los que “ordenan”, brindan la noción de sentido frente el vacío del universo, una razón para la existencia.

Algo que percibí en las redes sociales y en mi cotidianidad, fue que Lima volvió a ser un pueblo en la mejor y más sana acepción del término. Aire limpio, libélulas en las avenidas, árboles coposos, nubes blancas, cero contaminación auditiva, etc. Gracias a esa bucólica calma resurgieron los relatos de antaño, el mito urbano, “ovnis”, sonido de trompetas anunciando el Apocalipsis y luces en los cielos nocturnos.

Somos “seres culturales” y es utilizando la cultura (hablo de la pequeña, no de la oficial), cómo hacemos frente a las múltiples aristas de la pandemia y el temor que conlleva. Un temor antiguo, el de siempre, la desaparición propia y la de los seres queridos.

Es así que cerca de mi casa, en un parque para ser más exacto, en el que vive mi amada, un vecino suyo se toma molestia de poner la canción “Contigo Perú”, día a día a las 8 p.m., en punto. Lo curioso es verlo cargar, ayudado por sus hijos, los parlantes de su equipo de sonido para sacarlos por la ventana. Entonces, ante ese llamado, los vecinos aplauden rítmicamente desde sus patios interiores.

La idea original fue, como en otros países y distritos, mostrar el apoyo al personal de las Fuerzas Armadas al momento en que pasaban en caravana, anunciando el toque de queda. Con el transcurrir de los meses, ya ningún policía, militar, ni serenazgo pasa por aquel parque. No obstante, el señor continúa colocando la música. Los días que demora en hacerlo, mi novia llama comentándome que algo malo puede haberle sucedido. ¿Le dio COVID? ¿Habrá fallecido?… Hasta que aliviada escucha la conocida melodía.

Alguna vez, al pasar en bicicleta,  lo he visto en su ventana y he pensado que existen héroes invisibles, sumidos en la cotidianidad. Este señor sin darse cuenta ha creado un nuevo rito. La retroalimentación mencionada genera un vínculo hermoso que nos recuerda el para qué nuestros ancestros, siguiendo su instinto natural, andaban en grupo. Para cuidarse los unos a los otros. Así de simple. Sencillo.

La radio funciona como una llamada que obtiene además una respuesta en los aplausos agradecidos, es un diálogo cuyo lenguaje invisible nos habla de comunión, identidad, pertenencia. Indica que por el momento el mundo, el país, el distrito, el parque, la cuadra al menos, mantienen un orden; que no hemos sucumbido al caos y que aún, como en la primera mañana del hombre en la Tierra, resistimos.