Cuarentena es introspección. Lo reconozco mientras escribo estas líneas entre cuatro paredes debido al contagio de Covid-19. El malestar es constante, por lo que ejercer mis habilidades de redacción se me dificulta como nunca antes. En medio del caos y el desvarío de no poder salir de casa, recuerdo el 15 de marzo de 2020. Martín Vizcarra informó sobre el caso cero por coronavirus en el Perú. Quizá había miles de casos, pero para nosotros fue el inicio de un paréntesis que no se cierra hasta hoy. Perdimos a muchos de los nuestros y lo he visto de cerca con familiares y amigos. Considero que la muerte es de las peores cosas que ocurren, pero finalmente es un ciclo que he aprendido a aceptar.
Nunca había vivido una pandemia. Pasamos de la actividad al sedentarismo, de una vida social constante a comunicarnos mediante una pantalla, de una economía asfixiante a una nula, de una política inestable a una crisis que no cesa. El confinamiento fue abrumador hasta que terminó. Algunos se olvidaron de la enfermedad —me incluyo en ello, y quizá por eso ahora tengo que asumir las consecuencias del virus—, otros tomaban las precauciones al pie de la letra. Siempre me pareció un exceso. Es difícil que te arrebaten un estilo de vida y abraces lo desconocido. Al menos para mí fue complicado. La ansiedad se volvió mi mayor enemiga y, hasta ahora, lo sigue siendo.
En medio del claustro que significó usar una mascarilla todos los días, las vacunas fueron un bálsamo. Hubo algarabía por doquier y no es para menos. No obstante, estamos acostumbrados a que no duren las buenas noticias. Nunca falta quienes se saltan la fila, aquellos funcionarios que se inocularon a espaldas de la población. Es lamentable que, durante una crisis que arrebata vidas a diario, existan conductas sucias, nefastas, atroces. Tuvimos la tasa de mortalidad máxima en el mundo y, pese a que actualmente la mayoría cuenta con dosis de protección, los contagios aumentan.
Estos acontecimientos nos sacaron de la realidad alternativa que estábamos formando: reuniones, fiestas y celebraciones de Navidad o Año nuevo. Tampoco lo vamos a negar. Queremos nuestra vida de vuelta y hemos ido a por ella sin excepciones. No sabemos donde encontrarla, pero nos basta con escapar de la rutina y las asfixiantes mascarillas que se convirtieron en accesorios. Atravesamos la inmovilización social obligatoria, aunque no creo que eso haya servido de algo en un país que pide a gritos reactivación, no estancamiento. Avanzamos pequeños pasos, pero volvimos a retroceder. En realidad, quizá nunca avanzamos.
A lo largo de todo este tiempo, he analizado diversos escritos sobre el coronavirus, pero no tienen remate porque nadie sabe el final. Me atrevo a escribir sobre ello por primera vez con un recuerdo inédito de lo que fue el coronavirus a mi corta edad. Quizá caigo en la ignorancia o hago el intento de percibir un desenlace onírico positivo, pues hace unos días el gobierno levantó las restricciones pandémicas en su totalidad. De todos modos, hace mucho que dejé de usar máscara. Asumo que son noticias positivas que debo tomar como paliativos pese a no conocer lo que va a pasar mañana. Espero que esta vez realmente todo sea mejor. Aun así resulta imposible no describir los pensamientos de una crisis, una temporada inacabada.
Por Valeria Burga Bobadilla
Editora General