El décimo mes del año se viste de morado para celebrar la significativa festividad del Señor de los Milagros. Un torbellino de sensaciones, aromas y sabores ocupan el imaginario social. Automáticamente, el nombre de una dulce tradición emerge de entre ellas: el turrón.

El éxito trasciende su sabor y nos conduce a su impacto socio-cultural. El “turronero” fue el oficio creado exclusivamente para la venta de este postre durante las épocas virreinal y republicana. Crónicas y acuarelas costumbristas como las del pintor popular Pancho Fierro retratan para la posteridad a estos añorables personajes coloniales. Actualmente, su pregón se ha trasladado a los alrededores de la iglesia Las Nazarenas desde donde ofrecen al transeúnte un bocado de tradición.

¿Quién imaginó alguna vez que la masa de harina de trigo, manteca, huevo, leche y canela se volverían un deleite para los sentidos? Responder esta pregunta es adentrarnos en los orígenes del emblemático postre limeño. Son dos las raíces que se le atribuyen. Ambos son protagonizados por la esclava afroperuana Josefa Marmanillo, proveniente del cercano valle de Cañete.

La primera historia se remonta hacia finales del siglo XVIII, cuando una parálisis en los brazos afectó a Marmanillo. La enfermedad provocó que fuera liberada de la esclavitud. No eran circunstancias favorecedoras: sin trabajo no había sustento. Motivada por los rumores sobre las bondades de la imagen del Cristo de Pachacamilla, actualmente llamado Señor de los Milagros, viajó hasta Lima. Cuenta la tradición que sus rezos fueron escuchados, y se recuperó del mal que la aquejaba. En la siguiente salida del Señor, las palabras no alcanzaron para agradecer, y el magnífico postre elevado hacia el altar reflejó entonces eterna gratitud.

Posteriormente, regresó a Lima para ofrecer a los fieles su turrón en las procesiones del Cristo morado. La tradición continuó con su hija, nieta, y generaciones posteriores. Sin duda, esta es una versión llena de fe y optimismo. No resulta extraño que sea la más difundida en la tradición oral y escrita.

En cambio, el segundo relato se refiere a un concurso organizado por un virrey. Resultaría ganador el creador de un alimento agradable, nutritivo y que se pudiera conservar por varios días. No es difícil adivinar quién obtuvo el premio.  El nombre de Josefa Marmanillo se erigiría victorioso, y su apodo «Doña Pepa» quedaría asociado al postre históricamente. Aunque el bautizo definitivo con el nombre «turrón de Doña Pepa» se produjo recién a inicios del siglo XX.

Lo cierto es que independientemente de su origen, y su nombre, este postre atesora en su sabor un símbolo cultural gastronómico.  Bañado con miel de chancaca y decorado con coloridas grageas de varias formas, ocupa cada año un lugar reservado en nuestras mesas, y en nuestra historia.

Escribe: Fiorella Gallardo.