Una liviana pero punzante sensación de inestabilidad laboral nos acompaña. La atmósfera es ligeramente distinta. Aun así, la incertidumbre económica que tanto afectó al país no ha terminado de disiparse. Fueron días difíciles los que pasaron, sin embargo, no nos queda más que convivir con las secuelas. Sin darnos cuenta, o tal vez sí, nuestro peso ha variado considerablemente a causa de aquel período en el que la frustración y ansiedad eran cosa de todos los días. Por otro lado, todo ese caos político a raíz de la inoperancia gubernamental evidenció las falencias de los ministerios y, por más que se haya esfumado, se siguen oyendo sus gritos.

Hoy, los conflictos familiares dejarán de ser tan intensos y aquellas discusiones imprudentes podrán ir postergándose de forma indefinida. Además, las amistades o noviazgos podrán dejar de justificar su indiferencia o, en su defecto, su intensidad. ¿Qué pasará, entonces, con aquel insomnio nocturno? Recurriendo a la lógica, debería desvanecerse gradualmente. Lo mismo tendría que ocurrir con esa obsesión repulsiva que implicaba mantenerse a un metro de distancia de los demás. En definitiva, lo peor ya pasó. No obstante, algo parece propagarse dentro de nuestras mentes.

Fuente: Enfoque Derecho

“El enfoque está en la economía y la política, sin embargo, todo desembocará en la salud mental de la sociedad” – Roberto Katayama, Sociólogo de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas

Imaginar el retorno de la normalidad requiere un análisis exhaustivo que abarque sectores fundamentales. La crisis sanitaria modificó abruptamente la rutina y cotidianidad de las personas. Asimismo, todos los canales afectados desembocan, aunque de forma menos evidente, en el estado psicológico de los individuos. En consecuencia, el estrés acumulado, la ansiedad y el propio contexto son propensos a configurar conductas inapropiadas que perjudiquen tanto las relaciones interpersonales como la individualidad misma.

El destacado sociólogo, Roberto Katayama, sostiene que para un corto y mediano plazo se prevé el crecimiento de la informalidad laboral, a causa del desempleo. De igual manera, la cadena de pagos y la educación privada se verán afectadas, señala: “Probablemente muchos jóvenes que están en universidades privadas dejarán de estudiar uno o dos ciclos para que el hermano o hermana menor continúe en el colegio”. Además, advierte que la clase media emergente seguirá viéndose afectada, por lo que técnicamente muchos volverán a ser pobres.

Por consiguiente, estima que dicho impacto, sumado al de la incapacidad de gestión política y paupérrimo civismo, propiciarán niveles de estrés determinantes. Sin embargo, resalta: “Hay que diferenciar el estrés de aquellos que no pueden salir a bailar los fines de semana o a jugar fútbol los domingos, con el de los que han perdido su empleo o disminuyeron ostensivamente sus ingresos”. También, menciona el estrés ocasionado por el teletrabajo, debido a que las empresas creen poder solicitar informes o actividades fuera del horario laboral.

Señala que existe una evidente negación y resistencia al cambio, que coloca a la sociedad en un proceso de adaptación indeseado. La resignación a una nueva realidad social confluirá, en primera instancia, tras un episodio optimista a causa de una esperanzadora invención de la vacuna. Así, concluye que los sectores socioeconómicos C,D y E se llevarán la peor parte. Estas afirmaciones se encuentran avaladas empíricamente y coinciden con estudios como el de la agencia PEA, el cual indica que el 100% de los más pobres fueron afectados en su economía.

Es relevante recalcar que dicho sector afrontará, en mayor medida, las consecuencias psicológicas que el contexto actual implica. Investigaciones sobre la salud mental evidencian que, a menor cantidad de recursos, mayor susceptibilidad a maleficios mentales. La psicóloga Blanca Mellor del Hospital Clínico San Carlos y el científico de datos Alberto Nogales del Instituto CEIEC, sostienen que «las personas pertenecientes a niveles socioeconómicos más precarizados (desempleo, hacinamiento, bajos ingresos y dependientes) padecerán consecuencias en su salud mental, independientemente de sus atributos personales”.

Por otro lado, Guillermo Fouce, presidente de la Fundación Psicología sin Fronteras, generaliza su visión sobre un futuro cercano en cuanto a la salud mental de las personas: “En términos generales, los riesgos psicológicos a los que la ciudadanía es vulnerable en esta situación no van a ser los mismos si estás con o sin trabajo, si has tenido o no una pérdida de algún ser querido, si has estado enfermo o si tus condiciones de vida van a ser parecidas o totalmente distintas a partir de ahora”. En definitiva, la salud mental desarrollará un papel fundamental en una vida pospandemia y la atención que se le brinde afectará directa o indirectamente a la sociedad.

La empatía y comprensión serán factores determinantes en aquel panorama, ya que son elementos necesarios para una regulación eficiente de aquella faceta tan delicada de los seres humanos. De igual manera, la intervención estatal deberá contribuir de forma constante con las poblaciones vulnerables y también con el resto de los sectores socioeconómicos que, si bien no presenten una situación de pobreza extrema, habrán recepcionado consciente o inconscientemente la amplia gama de desequilibrios pandémicos.

Escribe Renatto Luyo*