Los resultados de los comicios del 11 de abril ratifican conceptos que manifesté en esta revista y que, pese a mi ferviente deseo de equivocación, habrán de materializarse de manera inexorable. Lo resumo de esta forma: hemos llegado a la cima de una era donde nuestra falta de previsión para fortalecernos como sociedad y Estado cosecha sus frutos. Ingresamos a la pendiente en caída libre, inaugurando otra etapa histórica que será disruptiva, fatal, anárquica, dominada por el imperio de poderes fácticos diversos.
No caigo en la fantasía de graficar la pugna entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori como una apuesta por el totalitarismo o la libertad. La falacia de este enunciado radica en que el fujimorismo ha sido parte del asesinato del frágil esquema libertario peruano mediante un autogolpe, el empoderamiento de los militares en la base de su gobierno (estilo Hugo Chávez), la prolongación del mismo mediante triquiñuelas legales como la «interpretación auténtica» de la Constitución (como Evo Morales), el copamiento del sistema de justicia, sobornos a los dueños de los medios de comunicación, hostilización abierta a las autoridades elegidas que lo cuestionaban (Alberto Andrade), la banalización de los partidos políticos permitiendo que estos surjan y proliferen como conejos; un largo etcétera.
Cuando en 2016 recibió otra vez cierto beneplácito ciudadano, aunque sin ser elegida presidenta, Keiko hizo prevalecer la sangre en el ojo convirtiendo a su bancada de 73 congresistas en regimiento de excavación de un gobierno débil como el de Pedro Pablo Kuczynski, pero recibiendo el inusitado boomerang de su propio hermano menor, también parlamentario, el cual formó tienda aparte con más de 10 legisladores. Y esa pugna fratricida, que incluyó estrategias para neutralizarse mutuamente hasta en la esfera judicial, hizo eclosionar dicha bancada demostrando que la lideresa de Fuerza Popular carecía de dos atributos políticos elementales: paciencia y olfato.
En juego aparte, sobre todo durante la gestión de Martín Vizcarra (muy conectado a importantes círculos del Ministerio Público), a Keiko le cayó la quincha de la persecución judicial por los aportes de Odebrecht a su campaña y el pitufeo de los mismos entre supuestos donantes que luego negaron haber entregado un solo centavo. Al sumarse la prensa vizcarrista a este cargamontón, vio apagada su buena estrella de apenas dos años antes.
Estos episodios no tienen la lejanía de lo ocurrido en el decenio de Alberto Fujimori. Son demasiado recientes como para que una nueva generación de votantes los disuelva en su memoria. Así, es muy difícil que su hija logre por la vía emocional el apoyo requerido para ceñirse la banda de presidente el próximo 28 de julio, emocionalidad que sí explota y le conviene a Castillo por tres factores básicos: ser novedoso en el elenco político, encarnar la promesa de cambio y su condición de maestro rural del Perú provinciano.
El verdadero castillo de arena que constituye su programa gubernamental, aumentando a calibres estratosféricos el balazo suicida a nuestra golpeada economía, hace frágil al profesor por el otro camino: el racional. Es cierto que no es el que predomina, no caracteriza al compatriota promedio (hombres y mujeres que anteponen los deseos a la realidad). Vivimos circunstancias desesperantes donde reflexionar casi es un lujo.
Sin embargo, creo que es un desafío introducir factores racionales al debate entre ambas opciones, los cuales deben simplificarse lo más posible, narrarlos con manzanitas; usar, como Jesucristo, la parábola o la metáfora que reflejen realidades concretas. Emoción o razón: gran dilema de los peruanos en la cámara secreta del próximo 06 de junio.
Escribe: César Campos R. (@cesarcamposlima)
Columna publicada en la edición Cocktail °40