Ellas bailan solas sobre las mesas, con pañuelo blanco y una pluralidad que marca su propio territorio. Son dueñas absolutas de las cucharas (las pueden prestar para algún guiso o para saborear unos tallarines, pero allí nomás), y solo piden ayuda al dientudo cuchillo cuando secuestran un generoso pedazo de res.

Llenas de tradición —hay que reconocer que las sopas peruanas son un compendio de trescientos años de fusión—, dan como resultado un plato único, con vida propia y con mucho que brindar. Las sopas, chupes o caldos, como los conocemos, llegan hasta las dos mil presentaciones; cada uno con estilo propio, resaltando sorbo a sorbo en sus humeantes contenidos todas las virtudes y riquezas de la región donde fueron soñados.

Hay que reconocer que las sopas no fueron nuestras grandes amigas en la niñez, sino que eran un castigo tras el pesado colegio; pero con el correr del tiempo, ya de juventud, madurez y vejez, se convirtieron en nuestras confidentes silenciosas durante las lúgubres tardes de Lima. En cambio, fuera de la capital, es todo lo contrario. La sopa va palmo a palmo con el segundo.

Desde los tiempos prehispánicos se conoce que los antiguos peruanos sucumbían ante estas delicias, conocidas como chupes, lawas y locros. En el mundo, la sopa es la primera creación gastronómica del hombre. Todo nace con la domesticación del fuego, que no solo ayudó a los primeros homos sapiens a protegerse del frío, sino que descubrieron que, a través de este insumo, podían ablandar los alimentos, asándolos y cociéndolos.

Estos primeros hallazgos se encontraron en las cuevas de Les Eyzes en Francia. El caluroso norte, con esas playas acuareladas, tiene una manta de sabores sobre las casas que han catalogado a su gastronomía como una de las más sabrosas del Perú. Entre ellas destaca una sopa que te levanta para pedir la repetición: la sopa teóloga. Según el historiador Sergio Zapata, las primeras referencias de este plato datan del siglo XIX y corresponden a los testimonios de costumbristas y algunos viajeros europeos de la época.

En la comedia satírica–costumbrista, Frutos de la educación, estrenada el 6 de agosto de 1829, Felipe Pardo y Aliaga describía este banquete. A ella la acompaña el shambar, que es un plato nacido en las zonas agrícolas de Trujillo. Entre sus ingredientes están siempre presentes productos de la tierra. Para prepararlo se combina el trigo, frijol bayo, alverjas secas, garbanzos, habas secas, pellejo de cerdo, costilla ahumada, jamón serrano, cebolla y ají panca. Siempre un poquito de hierba buena, sal, pimienta y comino.

Por nuestra capital, tras la llegada de los españoles y sumando la fusión italiana, china, africana y algo de francesa, surgieron sopas que hasta hoy pasean por nuestras cocinas. La sopa a la minuta es una de ellas, quizás la más representativa. Lleva ese nombre desde la década del 20, porque se preparaba al minuto en los bares más señoriales de la época. El menestrón es otro clásico. A mediados del siglo XIX, muchos italianos poseían huertas dentro de las murallas de Lima. Sin la albahaca que cosechaban hubiera sido imposible gozar de este plato representativo de Liguria, región por donde llegó el 80 % de los italianos al Perú.

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Y nos vamos a Arequipa, con su flamante chupe de camarones. Aunque en Lima también hubo alguno, hoy pertenece a los arequipeños, con esa suavidad que le da la leche, el queso, un choclito generoso, la infaltable papa amarilla, huevos y otros ingredientes que hacen que sea el rey. En la Ciudad Blanca también destaca el chaque de chicharrón, que es chupe con tripas de carne de res, chicharrón, rocoto, verduras y tostado.

En suma, muchas sopas se han quedado fuera en esta breve reseña, no porque no sean ricas, sino por falta de espacio, como los caldos de la selva. Tenemos más de dos mil sopas

Escribe: John Santa Cruz (@josancru)

Columna publicada en la edición Cocktail °40