Recuerdo el 15 de marzo de 2020. Se informó sobre el caso cero por coronavirus en el Perú. Quizá había miles de casos, pero para nosotros fue el inicio de un paréntesis que no se cierra hasta hoy. Perdimos a muchos de los nuestros y lo he visto de cerca. Pasamos de la actividad al sedentarismo, de una vida social constante a comunicarnos mediante una pantalla, de una economía asfixiante a una nula, de una política inestable a una crisis que no cesa.
El confinamiento fue abrumador hasta que terminó. Algunos se olvidaron de la enfermedad —me incluyo en ello—, otros tomaban las precauciones al pie de la letra, a veces en exceso. Es difícil que te arrebaten un estilo de vida y comiences de cero. Sin embargo, la debacle política nos remeció a todos, hayamos estado o no de acuerdo con la vacancia de Martín Vizcarra. Llegó Francisco Sagasti y se escribió otra historia, otra ola de contagios.

Cuando arribó el primer lote de vacunas hubo algarabía por doquier y no es para menos: el cuerpo de salud estaría protegido. Poco a poco, el resto también. No obstante, estamos acostumbrados a que no duren las buenas noticias. Nunca falta quienes se saltan la fila, aquellos funcionarios que se inocularon a espaldas de la población. Para no perder la costumbre, entre ellos estaba «el lagarto»; aunque siempre habrá un crédulo que salga a su favor, ¿o me equivoco?
Es lamentable que, durante una crisis que arrebata vidas a diario, existan conductas sucias, nefastas, atroces. Hasta el momento en el que escribo esta columna, hay más de 200 mil compatriotas muertos y 2 millones de contagiados. Tenemos la tasa de mortalidad máxima en el mundo y, pese a que actualmente la mayoría cuenta con dos o tres dosis de protección, los contagios volvieron a aumentar. Récords deplorables en medio de una situación terrorífica.

Nos sacaron de la realidad alternativa que estábamos formando: reuniones, fiestas y celebraciones de Navidad o Año nuevo. Los 14 688 infectados en la última semana del 2021 fueron el polo a tierra que necesitábamos. Tampoco lo vamos a negar. Queremos nuestra vida de vuelta y hemos ido a por ella sin excepciones. No sabemos donde encontrarla, pero nos basta con escapar de la rutina y las asfixiantes mascarillas que se han convertido en accesorios.
Caímos en la ilusión. Ahora despertamos en medio de una tercera ola que nos está afectando a todos, en especial a los no vacunados pues, en el último semestre del año, el 90% de los muertos fueron ellos. Este es un debate aparte. «Ómicron» pasó a ser la variante que predomina, se expande y camufla como un resfriado común. Regresa la inmovilización social obligatoria a las 11:00 pm, aunque no creo que esto sirva de algo en un país que pide a gritos reactivación, no estancamiento. Avanzamos pequeños pasos, pero volvimos a retroceder. En realidad, quizá nunca avanzamos.

«Delta», «Ómicron», «Flurona» y, recientemente, Francia identificó una nueva variante con 46 mutaciones: «IHU». Más cepas, contagios y muertos. Es de nunca acabar. Hace poco conversaba con el destacado escritor y periodista, Eloy Jáuregui. «Existen muchos escritos sobre el coronavirus, pero no tienen remate porque nadie sabe el final», dijo. Me atrevo a escribir sobre ello por primera vez a pesar de no tener la menor idea de qué va a pasar mañana. Quizá caigo en la ignorancia o hago el intento de percibir un desenlace onírico positivo. Describo los pensamientos de una crisis, una temporada inacabada.
Escribe: Valeria Burga (valeria.burga26)
Subeditora de Cocktail